lunes, 4 de mayo de 2009

Una noche tras la barra

Debo admitir que en primera instancia el hecho de tener que trabajar mientras mis amigos se emborrachaban a mi costa no me pareció la idea más atractiva del mundo, pero vivimos en una sociedad curiosa que nos obliga a trabajar, tarde o temprano, para poder subsistir. Yo había intentado por todos los medios luchar contra este absurdo, era un rebelde, un comunista, lo tuyo es mío y lo mío no lo toques.
Bueno, seamos sinceros, en realidad era un vago, un vago de definición, no me importaba admitirlo, pero me repateaba que me lo restregasen. Había adoptado el lema que reza: "vive de tus padres hasta que puedas vivir de tus hijos". Creía firmemente en él, pero lo cierto es que mis padres ya se habían hartado de mi holgazanería y los hijos aún quedaban lejos, y más lejos aún el día que pudiese intentar sangrarles algo de pasta. De modo que, mal que me pesase, no me quedó más remedio que buscar un trabajo y, como yo de todos los males siempre procuro elegir el mal menor, decidí meterme a trabajar de camarero en nuestra discoteca habitual de los jueves universitarios, ya que por un lado ahorraría y por el otro podría seguir saliendo de fiesta... aunque eso de estar sobrio y salir de fiesta eran dos conceptos que a mi cerebro le suponía un enorme esfuerzo juntar. Un esfuerzo casi tan grande como convencer a una virgen que te la deje meter por detrás en la primera cita.
Llegué a la discoteca sobre las once y media. Era la primera vez que entraba en ese sitio sin una gota de alcohol en las venas, del mismo modo que era la primera vez que lo veía vacío. La verdad es que sabía que era un sitio pequeño, pero vacío, con las luces encendidas, sin una sola alma en la pista, en silencio y con mis capacidades perceptivas completamente intactas, me pareció un sitio bastante deprimente, vamos, un cuchitril.
El jefe se me acercó, era un hombre pequeño, calvo y con gafas, como no podía ser de otro modo le apodaban Rompetechos. Pasó la mano por mi espalda y me cogió por el hombro. "Llegas tarde, lo sabes, ¿verdad?".- me espetó con tono serio. Intenté buscar una excusa rápida y apropiada mientras me cagaba en todo. Cuando por fin iba a balbucear algo noté como su mano descendía rápidamente hacia donde la espalda pierde su nombre, es decir, el culo, y me daba dos palmaditas, la segunda con apretón incluido, mientras me decía con tono jocoso que no importaba, que el próximo día fuese más puntual.
Había oído ciertos rumores sobre las tendencias del jefe. Mis compañeros ya me habían gastado algunas bromas por el hecho de que me hubiesen aceptado para trabajar allí. Empecé a sospechar que quizá eran algo más que rumores. Después de pensar un instante en lo incómodo de la situación, sacudí mi cabeza y me dije a mí mismo: "¡Qué coño! ¡Mejor! Mientras piense en tenerme a cuatro patas soplándome la nuca me perdonará más cagadas en el trabajo y bien que sé que buena falta me hace".
Me acerqué a la barra, el lugar donde pasaría toda la noche, mis dominios. Allí estaba Clarita, la camarera. Clara era la típica diosa de la noche. La chica que está buena y lo sabe. El tipo de chica a la que le gusta tener a todos los hombres a sus pies, a la que le gusta mostrarse distante y esquiva, la que no muestra un solo ademán de simpatía. El tipo de chica que imaginas en tus fantasías follándotela en el lavabo, sin haber mediado antes palabra alguna, con su espalda pegada a la pared, las bragas en el suelo, con un brazo sujetándola por debajo del culo, metiéndosela repetidas veces con toda tu fuerza hasta el fondo, mientras con el otro brazo aguantas la puerta porque el segurata, alertado por los gemidos a medio camino entre el dolor y el placer de la diva, ya ha llegado a tocar los cojones. En otras palabras, la típica fantasía donde jodes a los dos seres más odiosos de la noche, el segurata mononeuronal y la camarera estirada.
Pero la Clarita que acabo de describir, la reina de la noche, poco tenía que ver con la chica que me saludó con una amplia sonrisa y se ofreció amablemente a enseñarme todos los entresijos del trabajo. No sé cómo decirlo. Digamos que esa chica era totalmente terrenal, casi vulgar, poco tenía que ver con la chica que tenía presente en mi memoria. Era bajita y muy delgada. Su piel era absolutamente blanca, demasiado pálida, casi enfermiza. Tenía poco pecho, lo que se veía acentuado por su postura, algo corvada. La cara sugerente y atractiva que tenía en su ademán distante se desencajaba cuando sonreía, dándole una apariencia que por un momento me recordó al mismísimo Joker del Batman de Tim Burton. No pasaba de ser una chica mona, sin más, donde sólo destacaba su medía melena, rubia, tupida y lacia; y unos ojos azul celeste realmente bonitos. Estaba claro que me la seguiría cepillando a la menor oportunidad, nunca fui un tipo exigente y, además, a pesar de todo, seguía siendo una de mis fantasías. Pero también debo admitir que supuso la primera decepción de la noche.
Llegaron las doce de la noche y el local abrió sus puertas. Más o menos ya sabía todo lo básico, que de hecho era todo lo que tenía que saber: que mi trabajo sólo consistía en servir muchas copas y cobrar la mayor cantidad que pudiese mientras procuraba tener la barra lo más limpia y ordenada posible.

La verdad es que la primera hora fue bastante aburrida. El local permaneció casi vacío y sin ambiente alguno hasta prácticamente la una de la madrugada. Poco trabajo y ningún aliciente más allá de tirarle los tejos a Clarita a la menor ocasión y luchar contra los ojitos que me ponían las botellas de alcohol para que sucumbiese a sus encantos, hecho harto complicado teniendo en cuenta el hastío que me invadía y a que es bien sabido por todos que una noche ebrio es siempre una noche más divertida e interesante.
La noche siguió su curso. A la una y medía llegaron mis compañeros de facultad, como era previsible, borrachos como cubas. Les reuní y les serví una ronda de chupitos de Vodka a mi salud. Más que un acto generoso fue un acto egoísta, ya que hacía rato que buscaba una excusa para meterme un trago entre pecho y espalda.
Llegadas las dos el local ya estaba lleno y, entre copa y copa que regalaba a mis compañeros y que cobraba a los demás, pude observar con más atención la noche desde la nueva perspectiva que me brindaba mi trabajo y forzada sobriedad.
Me resultó curioso ver como todo lo que me parecía divertido y gracioso cuando estaba al otro lado de la barra, poco a poco se me iba mostrando como un espectáculo dantesco. Los bailes de las chicas, antes casi siempre sugerentes o, al menos, provocadores, ahora muchas veces terminaban resultando algo similar a ver una butifarra contorneándose mientras se escurre entre las manos de la charcutera. Ver un tipo hacer la táctica de la cobra me producía cierta vergüenza ajena y ver como al final la tipa de turno terminaba cayendo en un último abrazo primario e instintivo me producía casi casi repelús. Aunque quizá lo peor era ver un tipo fracasar una y otra vez en todos sus intentos de pesca infructuosa y luego tener que soportar sus monólogos etílicos y recurrentes, ya que, no sé por qué, parecía que en estos casos el camarero era mejor confidente para ahogar las penas que los propios compañeros de borrachera. Realmente creo que llegué a entender a Clarita y el motivo de su pose estirada en horario laboral. ¡Y eso que a mí no me tiraban los tejos!
Pero no todo fue tan aciago como lo pinto y una noche tras la barra también tiene sus ventajas, ya que mi nuevo trabajo me permitió conocer la atracción de ciertas féminas por el tipo que les sirve las copas. La verdad es que el primer contacto con esta atención especial es algo desconcertante, porque lo primero que piensas es que te buscan como pagafantas, aunque tú no te rasques los bolsillos. De modo que, de entrada, adopté una actitud conservadora: por muchos ojitos que me pusiesen les cobraría a todas las chicas que me hiciesen tilín, como mucho las invitaría a algún chupito extra para así aprovechar y saciar mi mono. Y bueno, a las que no me hiciesen tilín... pues ni eso, que tampoco estaba para regalar demasiado, no fuera que Rompetechos quisiera tomarse ciertas libertades.
Y estando en esta tesitura apareció ella. Era una chica morena, bajita, con unos ojos grandes y mirada tan traviesa como incisiva y segura. Sus labios eran gruesos y carnosos, de los que sólo verlos deseas besar, y una nariz respingona, definitivamente muy graciosa, le terminaba de dar el toque simpático a su rostro. Su cuerpo, aunque breve, lo tenía todo muy bien puesto, es decir, un culo contundente y un escote generoso y la mar de sugerente que lucía como pocas, ya que además sabía moverse tremendamente bien. No era una chica en la que te fijases nada más entrar en un local, pero sí el tipo de chica que si quería conseguía llamarte la atención.
Ésta era la cuarta vez que acudía a mí en busca de una copa e, igual que todas las veces anteriores, repitió su estrategia. Me ponía ojitos. Mordía ligeramente su labio inferior cuando se daba cuenta de que la miraba y me hacía un ademán para que me acercara luciendo la mejor de sus sonrisas. Una vez allí, me pedía con un tono de voz cálido lo que iba a tomar y, cuando ya se lo había servido, me recordaba que le pusiese un pajita. Finalmente, mientras le pedía el importe, daba el primer sorbo mirándome de reojo con aire juguetón.
En esta cuarta ocasión repitió todo el proceso, paso por paso, hasta que llegó el momento de cobrarle, donde, en lugar de dar ese primer sorbo, me miró fijamente y, de un modo aparentemente serio y con un tono que rozaba la indignación, me soltó: "¿De verdad qué no vas a invitarme ni una sola vez?".
Sonreí, me acerqué de nuevo a ella y le propuse un trato. Le cambiaría la bebida por su nombre y, puesto que se acercaban las cuatro, la hora del cierre, y parecía que ninguno de los dos tenía mucha intención de volver a casa, también le propuse quedar luego para rematar la fiesta en otro local que cerraba algo más tarde. La sonrisa volvió a la expresión de Sara, me dio los dos besos de rigor, me guiñó el ojo con picardía y se alejó balanceando con gracia su magnífico trasero para reunirse de nuevo con su grupo de amigas, que parecían esperar impacientes las noticias sobre el enésimo intento de conquista de su compañera. Por los aspavimientos y gestos que percibí en la distancia parecía que había logrado la cumbre del Everest, hecho que me hizo cierta gracia, ya que yo más bien me consideraba poco más que un altiplano con acceso directo desde la autovía.
Cuando hubieron pasado las cuatro, después de que el pinchadiscos complaciese las últimas peticiones de la ebria platea y mientras los seguratas echaban amablemente al personal más remilgado, se encendieron las luces y tuve la oportunidad de volver a ver el local desde una nueva perspectiva. Esta vez la palabra cuchitril se quedaba escasa. Al menos antes del inicio de la fiesta todo estaba limpio y más o menos pulcro, pero después, después... como decirlo... digamos que hubiese preferido limpiar antes una pocilga que el suelo de esa pista. Una pista por donde era difícil caminar sin que, o bien se te pegasen los pies en algún charco pringoso de una sustancia cuya composición intuía que debía ser el resultado de una mezcla de vómitos, alcohol y refresco, o bien se te clavasen pequeños trozos de cristal, esparcidos aquí y allá, fruto de la combinación del conocido sentido del civismo de los que se dejan mecer por Dionisio, la fragilidad de los vasos de tubo y el efecto de nuestra inefable amiga la gravedad.
Viendo ese panorama, con una cita improvisada minutos antes pendiente y mi aprensión a la limpieza, mi cabeza ató cabos rápidamente y llegó a la conclusión que tenía que salir de allí cuanto antes mejor. Ayudé a cerrar caja a Clarita lo más apresura-damente que pude, me pimplé en el proceso tres cubatas para entrar en calor y procuré escaquearme antes de que me propusiesen que les echara una mano con la fregona, hecho que no era mi responsabilidad, pero al que difícilmente me hubiese podido negar siendo como era mi primer día de trabajo.
Una vez fuera, una suave brisa helada acarició mi piel y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Por primera vez en mucho tiempo eché en falta una chaqueta estando de fiesta. Esa sensación me hizo aligerar el paso hasta llegar a la discoteca donde debía reunirme con Sara, que por suerte no quedaba muy lejos.

La discoteca donde habíamos quedado era un local algo más grande que en el que yo trabajaba, disponía de un solo ambiente, es decir, una única pista de baile, y también de una única barra de forma poligonal, escorada a la derecha de la sala, donde servían cuatro camareros, tres chicas y un chico. La barra te la encontrabas de frente nada más entrar y girar hacia tú izquierda. La música que sonaba de forma continua era house. En cada sesión se alternaban temas más comerciales con otros menos conocidos, temas con los que podías medio disfrutar bailando con otros con los que poco más podías hacer que mover la cabeza arriba y abajo al ritmo sincopado de una base sencilla y reiterativa. Debo reconocer, no obstante, que aunque ese tipo de música y ambiente no me entusiasmaba, tampoco me disgustaba, sin embargo el hecho de que el DJ pinchara los discos con la pericia de un mono lobotomizado te empujaba a visitar la barra más a menudo de lo habitual con el único fin de adormecer tu oído.
Nada más entrar, tras encontrarme de bruces con la barra y sin que los tres cubatas que había bebido poco antes hubiesen obrado efecto alguno, opté por tomar otra copa antes de ir en búsqueda de Sara.
Con el cubata en mano fui a su encuentro. No me costó un gran esfuerzo localizarla. Mi uno noventa me brindaba una panorámica casi total de la pista de baile y, la verdad es que, a pesar de su corta estatura, Sara era una chica que llamaba la atención. Cuando la encontré estaba bailando de forma sugerente y provocativa con el resto de sus amigas, jugueteando y coqueteando con el personal, justo en el centro de la pista. La verdad es que no pude evitar pensar que, o bien eran unas cachondas, o bien unas calientapollas de primer nivel.
Me acerqué lentamente a ella. Procuré que no se percatase de mi presencia hasta que estuviese a poco más de dos metros. Cuando finalmente me vio puso cara de furcia y sonrió lascivamente mientras se acercaba con un andar ligeramente ladeado. Se abrazó a mí y, mirándome con ojos vidriosos, me dijo con voz entrecortada: "Creía que ya no vendrías". Sin mediar más palabra se puso de puntillas, me abrazó y me dio un beso en los labios, un beso casto, breve, suave, apenas un ligero roce. Acto seguido volvió a sonreír, esta vez de forma juguetona, me cogió de la mano y me llevó a bailar junto al resto de sus amigas. Sin duda alguna sabía jugar maravillosamente los papeles de furcia y princesita, alternando ambos con quirúrgica precisión.
Tras unos minutos de baile en los que se dedicó a terminar de ponerme cachondo perdido, rozando hábilmente su cuerpo contra el mío, es decir, rozando su culo contra mi cebolleta mientras me dejaba sobarle ligeramente sus tetas y parando el juego en el momento justo para que mi interés siguiese alto y ella no pareciese una puta a los ojos de sus amigas, para después volver a iniciar el movimiento en lo que visto desde fuera no debía distar mucho del rito de apareamiento de cualquier bestia salvaje, me propuso acercarnos a la barra a por otra copa. Yo, obviamente, no puse objeción alguna.
Después de que yo la invitara a un cubata y ella decidiese pagar una ronda de chupitos, volvimos con su grupo de amigas. Ahora parecía que ella ya se había asegurado que sólo tenía ojos para ella, por lo que, finalmente, me las presentó. Bailamos y reímos un poco. La noche avanzaba y, poco a poco, aparecieron los efectos del alcohol acumulado en mi organismo en la última hora.

Me desperté de repente, confuso, ¿había sido todo un sueño? Me pregunté aún con la vista desenfocada. Poco a poco mis ojos empezaron a responder correctamente. Me incorporé. Un tremendo dolor de cabeza me golpeó súbitamente. Fruncí el ceño y blasfemé lo que supe. Una vez recompuesto miré a mi alrededor, definitivamente esa no era mi habitación. Seguí oteando lo que me rodeaba cuando de repente noté la presencia de otra persona en la cama, justo a mi lado. “Sara.”- pensé. Giré mi cabeza y baje la vista. La dueña de una larga melena rubia yacía a mi lado. Otra vez volvía a estar extrañado, ya que habría jurado y perjurado que Sara era morena. Levanté la sábana y contemplé con sorpresa y satisfacción un cuerpo casi escultural, esbelto y delgado, pero de apariencia sana y de formas voluptuosas. Seguí observando con atención, buscando ese detalle que quedaría grabado para siempre en mi memoria y me permitiría recordar esa experiencia que quizá nunca había sucedido. Mientras buscaba con ímpetu esa marca diferencial, bien fuese una peca situada en un lugar estratégico y gracioso, bien fuese un hoyuelo o uno de esos pequeños tatuajes que se habían puesto tan de moda entre las chicas en los últimos años, noté una presencia observando desde la puerta entreabierta de la habitación.
Era Sara, miraba divertida y con atención. Vestía un albornoz blanco, lo llevaba abierto, sin nada debajo. Acababa de salir de la ducha y dejaba ver sin pudor alguno, es más, más bien diría que parecía exhibir orgullosa, su exuberante cuerpo. Tras un momento de silencio me preguntó en tono jocoso: "¿No recuerdas a mi compañera de piso Marta? Ayer lo pasamos muy bien los tres". Mi cabeza juntó la historia lo mejor que pudo. Bueno, más bien rememoró viejas fantasías jamás realizadas y, una vez hecho esto y ante mi propia incredulidad, pregunté a Sara en busca de una confirmación. Antes de que terminase de balbucear la primera palabra, Sara respondió con la seguridad que la caracterizaba: "Claro, ¿tú qué crees?". Y tras hacer una pausa necesaria para que yo terminase de asimilar lo ocurrido prosiguió: "Marta aún duerme... y mi cama aún está hecha, ¿te apetece que nos demos un último homenaje?".
Una vez recompuesto me levanté, me acerqué a ella, nos besamos y, mientras salíamos dejando la puerta atrás, giré la cabeza pudiendo observar, fugazmente, una botella de ginebra medio vacía encima de la mesita de noche. Eso me hizo pensar: "Definitivamente, una noche ebrio era siempre más divertida e interesante, aunque a veces no recordases lo sucedido".

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