domingo, 9 de agosto de 2009

El coche nuevo

El martes recibí una visita inesperada. Se presentó en mi casa, sin previo aviso, mi mejor amigo del instituto. Sí, ese, el único con quien más o menos había conseguido mantener el contacto una vez terminado el bachillerato. Ese con el que aún salgo alguna vez de marcha los fines de semana. El mismo que estudió historia y terminó la carrera ese mismo junio.

Llamó a mi puerta y nada más abrirle, sin mediar saludo y con una sonrisa de oreja a oreja, me soltó: "Ven, tengo que enseñarte algo". Accedí rápidamente, lo único que acerté a preguntarle fue donde había dejado su coche. "Ahora lo verás."- fue su única respuesta.

Fuimos andando hasta la plaza del pueblo y nos detuvimos delante de un bonito Audi A3 de color azul metalizado. "Aquí lo tienes, mi coche nuevo". Y sin más dilación abrió las puertas y me invito a subir. Una vez dentro me empezó a hablar de las maravillas del vehículo. Un montón de nombres de mecanismos, gadgets y diferentes artilugios, además de potencias consumos y rendimientos, salieron escupidos de su boca. Me habló de los airbags, del control de estabilidad, de los ciento setenta caballos capaces de arrojar el motor, de la calefacción direccional para que piloto y copiloto pudieran ajustar y climatizar su zona y de un montón de pijadas extra de las que no llegué a comprender su uso, ni falta que me hacía.

Sin embargo, viendo la ilusión con que me lo contaba, sabiendo lo mucho que había sudado por conseguir ese cacharro, intenté mostrarme lo más interesado posible y procuré no demostrarle lo estúpido que me parecía gastarse dieciocho mil euros en un coche de segunda mano, que creía que el inventor de la calefacción individualizada no conocía los principios más básicos de la transmisión de calor por convección y que, muy posiblemente, un coche más sencillo le hubiese resultado más económico, útil y, además, nuevo. Todas esas cosas ya se las había dicho antes de que se lo comprase, se lo había dicho yo y otra mucha gente, pero ese coche era su meta y en esos momentos era feliz. Parecía, por absurdo que yo lo viese, que ese día había dado un gran paso adelante en su vida. Supongo que debería haberme sentido satisfecho por haberme hecho partícipe de ese acontecimiento.


Hasta donde yo sabía, sus ambiciones eran bastante mundanas. En su cabeza, sabía que él había establecido un plan exhaustivo de lo que debía ser su vida de ahí en adelante. De hecho, ese plan empezaba mucho antes de ese día. A rasgos generales consistía en: terminar la carrera, adquirir un coche nuevo de gama media-alta, echarse novia, sacarse unas oposiciones, trabajar en el funcionariado como profesor de instituto, vivir una vida apacible y relajada cerca de los suyos, tener hijos, tener un trabajo poco exigente y disponer de su mesecito de vacaciones. Ese era su gran plan y, de momento, nadie podía negarle que todo iba viento en popa.

Después de ir a dar una vuelta y charlar un rato de sobre como nos iban las cosas y quedar para salir el siguiente fin de semana, se fue y yo me dí cuenta de una cosa que me resultó realmente incómoda.

Ese encuentro me sirvió para darme cuenta de que parecía que todo el mundo tenía una ambición, por voluble insignificante o común que pudiese llegar a parecer. Daba 1a impresión que todo conocido mío era capaz, de un modo u otro, de dar sentido a su existencia. Aunque, lo más seguro, es que nunca se hubiesen llegado a cuestionar si su existencia es relevante, diferente o realmente propia.

Me resultaba realmente curioso ver como muchos de mis amigos habían estudiado con el único fin de conseguir un trabajo con un sueldo medio, a poder ser en el funcionariado, algo que muchas veces no les interesaba, simplemente porque resultaba sencillo, para terminar teniendo una vida monótona y rutinaria, donde las motivaciones personales quedaban apartadas en busca de una comodidad que les permitiese subsistir sin sufrimiento y donde el placer se obtenía en pequeñas dosis. Pero, sin duda alguna, lo que más me sorprendía es la aparente ilusión que mostraban cada vez que daban un paso más hacia una vida absolutamente mediocre, pero que parecía ser suficiente.

Sin embargo, cuando me paré a pensar en el camino que yo estaba siguiendo, poco a poco me fui dando cuenta de que, de hecho, quizá tenía suficientes motivos como para llegar a envidiarles. Estaba siguiendo los mismos pasos que la mayoría de ellos. Estaba estudiando una carrera prestigiosa, pero que ni me llenaba ni me gustaba. Salía por las noches con todo el rebaño siguiendo el juego de las apariencias del resto de la sociedad, pero, a diferencia de todos ellos, yo carecía de ambición alguna. A mis escasos veintidós años sentía como, paulatinamente, había ido experimentando una creciente sensación de apatía respecto a todo lo que me rodeaba, notando como, de un modo al principio imperceptible, pero que había ido agudizándose, como mi vida iba a la deriva, sin rumbo alguno, y lo peor de todo es que, hablando claro, me importaba una mierda.

Aunque debo reconocer que esto me suponía un pequeño problema que crecía día a día. Y es que esta apatía iba irremediablemente unida a que esos pequeños momentos de felicidad, puntuales y prefabricados, que logran dar sentido a la vida de los demás y que también habían llegado a dar cierto sentido a mi vida, cada vez eran más escasos, menos intensos y más fugaces, lo que me llevaba a buscarlos con menor interés. Por momentos, llegué a creer que era un alcohólico en potencia o un suicida inminente, aunque cuando lo pensaba fríamente terminaba llegando a la conclusión que mi existencia, parásita, mediocre y pueril, en el fondo me resultaba cómoda y sencilla... y quizá aunque el placer obtenido de manera cada vez más mecánica resultase cada vez más diluido, era posible que fuese motivo suficiente para seguir deambulando por este mundo. Si a millones de personas parecía que les era suficiente, no veía yo razón alguna para pensar que era una excepción. Y es que quizá nuestra triste existencia se reducía a eso, a intentar sobrevivir del modo más cómodo posible, creando ambiciones triviales que eviten que terminemos adoptando una actitud meramente contemplativa.

Darme cuenta de todo eso, y de mi aparente incapacidad para conseguirlo, fue el segundo golpe.

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