viernes, 7 de agosto de 2009

Noticias para mamá

Llegó el día en que tuve que comunicar las notas a mi madre. Ya no podía retrasarlo más. Hacía una semana que había salido la última que me quedaba por saber. Como era de esperar, había suspendido. Sólo quedaba una semana y media para la matrícula del siguiente cuatrimestre.

Durante las últimas tres semanas había mentalizado a mi madre para que esperase lo peor, dándole sólo un pequeño resquicio de esperanza. Aún así, sabía que el golpe para ella sería duro.
Entré en la cocina con la cabeza baja, mustio. Ella se encontraba allí preparando la comida. No había nadie más. Nada más verme entrar, sólo con ver mi pose, adivinó lo que iba a decirle. No fue necesario que yo abriese la boca. En un tono de voz absolutamente sobrio, casi solemne, me dijo: "Has suspendido otra vez, ¿verdad?". Yo no pude más que afirmar con un leve movimiento de cabeza.

Entonces se desmoronó. Empezó a llorar. Casi no tenía fuerzas ni para recriminarme. Me había mentalizado para recibir un buen sermón, no para eso. Entre lágrimas sólo alcanzó a decirme: "¿No ves que te estás haciendo mayor? ¿No piensas en tu hermano? ¿Recuerdas que él viene detrás?".

Entonces fue cuando empecé a llorar. Por mi cabeza pasó las veces que había pensado en ese momento, las veces que me había planteado si sería capaz de llorar. Sí, me lo había planteado repetidas veces los días anteriores. En mi plan quería llorar en ese preciso instante, la escenificación lo requería. Sin embargo, lo cierto es que creía que no podría, que sería total y absolutamente incapaz. Pero todo terminó sucediendo de un modo ligeramente distinto. La situación tal y como yo la había imaginado no consistía en ver a mi madre derrotada. En mi cabeza había imaginado a mi madre furiosa. Mi mente había dibujado la imagen de un sermón aleccionador interminable. Bajo ningún concepto había imaginado que todo consistiría en dos o tres frases ahogadas entre sollozos que se clavarían como puñales.

Lloré, vaya si lloré. Y lo peor es que eran lágrimas auténticas. Lo peor es que no sentía dolor alguno. Sólo veía la derrota de mi madre, la decepción en sus ojos y, lo que es peor, en ella veía mi más absoluto fracaso. Y por primera vez en mucho tiempo mi fracaso no me resultaba indiferente, pero tampoco me dolía. Quería que me doliese. Si me hubiese dolido todo hubiese sido más sencillo. Hubiese significado que detrás de mi fracaso existía esfuerzo. Mi fracaso hubiese dejado como único rastro sangre, sudor y lágrimas en vez de esta incómoda vergüenza. Que me hubiese esforzado hubiese significado que lo que estudiaba me gustaba o, como mínimo, me motivaba. El hecho de que mi fracaso continuo no fuese fruto de la obstinación, sino de la indolencia, del dejarse llevar, de no tener el valor suficiente para coger por los cuernos el rumbo de mi vida, me hizo ver que, en realidad, era, simple y llanamente, un cobarde. Y lloré, lloré como un niño.

Ese fue el primer golpe.

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