domingo, 9 de agosto de 2009

La discusión

El jueves de esa misma semana mi padre y mi madre discutieron. Cuando digo que discutieron no me refiero a una de sus disputas habituales, a uno de esos hechos que por desgracia debo calificar como cotidianos. Esta vez, cuando digo que discutieron, me refiero a que por primera vez vi como las palabras podían pasar a mayores. Oyéndolos desde la habitación, tuve la sensación de que era muy posible que ese día algo quebrase. Que el fino equilibrio que sostenía la relación entre mis padres podía tambalearse hasta desaparecer, para no restablecerse jamás.

El motivo de la discusión, sin embargo, no era nuevo, no tenía nada de extraordinario. Hacía semanas que casi todas las discusiones pivotaban alrededor de esa maldita reparación. Creo que simplemente mi madre ese día quebró como lo hacen los materiales sometidos a fatiga, es decir, por mera reiteración de la aplicación de pequeñas cargas de modo sistemático y repetitivo.

Hacía días que mi madre le había pedido a mi padre que arreglase el suelo de la terraza, ya que desde hacía algunos meses filtraba la lluvia y habían aparecido goteras en el taller de mi madre. Como siempre, mi padre le había ido dando largas. Cada pocos días se repetía la misma discusión, siempre durante la comida. Y esta vez, como casi siempre, el elemento detonante había sido mi abuelo, y mi padre el encargado de avivar la llama y expandir la onda expansiva. Un comentario de mi abuelo había bastado para que todo eso sucediese. "Mi hijo debería haberme hecho caso y dejarte hace tiempo". Ese comentario, combinado con el silencio de mi padre, habían carcomido a mi madre durante horas. Hasta que a las seis de la tarde, simplemente, explotó.

Le pidió a mi padre que le dejase las cosas claras, que hablase con el abuelo y que, si tanto lo deseaban, ella se iba, que hacía tiempo que se lo debían haber dicho, que así se habría ahorrado mucho sufrimiento. La discusión se prolongó, visitando lugares comunes, largo rato, pero por momentos la situación se volvía más tensa. Todo eso me parecía haberlo vivido, pero a pesar de esa extraña sensación de familiaridad, lo cierto es que no tenía nada que ver con cualquier disputa anterior.

Una vez hubo terminado mi madre vino a encontrarme a mi habitación. Estaba destrozada, lloraba a borbotones, casi no podía hablar. A su modo, era una mujer tremendamente fuerte, pero los disgustos se le acumulaban. En esos momentos no me culpó de nada, simplemente me dijo que tuviese cuidado con quien me juntase, que ella había desperdiciado toda su vida en esa casa, que no era nadie, que debía haber hecho un pensamiento hacía mucho tiempo. Ella tampoco se atrevió. Ella tampoco cogió el rumbo de su vida con suficiente valor y se abandonó a un estoicismo que la estaba matando.

Pero en esos momentos no pensé en eso. En esos momentos lo único en que pude pensar fue que yo era, sin demasiadas dudas, tan culpable como mi padre de haber llegado a esa situación. Que mi desidia e indolencia habían propiciado ese momento, que había estado a punto de romper mi familia. En ese momento, volví a recordar lo sucedido cuando le comuniqué las notas a mi madre. Experimenté esa misma sensación de desprecio hacia mí mismo que había experimentado entonces. Esta vez, sin embargo, no lloré, pese a sentirme tanto o más abatido que en ese momento, no lloré.

Supongo que no merecía que nadie llorase por mí, ni tan siquiera que llorase por mí mismo, como siempre que lo había hecho hasta entonces. Nunca había llorado por el sufrimiento ajeno. Nunca había sido capaz de sentir auténtica empatía por nadie. Siempre había llorado por y para mí. Siempre había sido un egoísta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario