martes, 4 de agosto de 2009

Un fin de semana en familia

El sábado se me pegaron las sábanas. Me desperté tarde, casi a la hora de comer y aún tenía sueño, pero también tenía hambre. Haciendo un gran esfuerzo conseguí ponerme en pie, tanteé un poco a ciegas debajo de la cama en busca de las pantuflas hasta que recordé que ahí no estaban. Decidí, pues, acercarme a la mesa en pijama y descalzo, así aún dejaba abierta una puerta de regreso a la cama una vez llenado el estómago.

Nada más entrar en el comedor noté que el ambiente estaba crispado. No era algo nuevo, de hecho lo raro hubiese sido que no lo hubiera estado. Y es que mis padres formaban una pareja aparentemente complementaria, pero definitivamente incompatible, que parecía haber aprendido a convivir y a soportarse. O quizá simplemente fuesen una pareja donde ninguno de los dos había tenido el suficiente valor para dejarlo. Sea como fuese, hacía años que el roce era continuo y que este roce no llevaba al cariño precisamente.

El hecho es que mi madre era una mujer trabajadora, aplicada y pulcra, pero sin alma ni empuje alguno a la hora de aventurarse en ningún ámbito de su vida, carecía de espíritu y ambición. Tenía el título de patronista industrial, de corte y confección y varios diplomas de cursos de diseño adornaban las paredes de su modesto taller, pero nunca había ejercido de diseñadora más allá de la ropa que nos confeccionaba bajo nuestras directrices a mí y a mi hermano. Durante un breve periodo trabajó en la enseñanza y el resto de su vida laboral lo dedicó a trabajar para empresas medianas y pequeñas ejerciendo su labor de patronista des del hogar. Había sido, y era, una mujer entregada a sus hijos y yo, muchas veces, sentía que no le había devuelto, y quizá nunca le devolvería, todo lo que me había dado. Tenía un gran corazón y vivía entregada a una familia que muchas veces no la valoraba como merecía o, al menos, no sabía expresarlo.

Nos había criado ella sola, mi padre sólo había actuado como sustento económico en las necesi-dades básicas, pero ella tuvo que acarrear con todo el trabajo de cuidarnos cuando fuimos bebés y de mantenernos en la senda correcta el mayor tiempo posible. Fue ella quien intentó inculcarnos unos valores. También fue ella la que intentó por todos los medios que potenciásemos o experimentásemos con nuestras posibilidades y motivaciones. Nos apuntó a inglés, a baloncesto, a natación... Cuando nos picó la vena de la informática fue ella quien intentó que tuviésemos a nuestro alcance todo lo que necesitábamos. Nunca nos negó ni hizo que nos retractáramos de ninguna de nuestras aficiones. Mi hermano experimentó con la guitarra eléctrica, con el graffiti y los esténcils; y tuvo también su etapa donde su único medio de transporte era el monopatín. En definitiva, procuró dárnoslo todo y nosotros, o al menos yo, nos mal acostumbramos. Lo asimilamos como algo natural y, muy posiblemente, no lo valoramos, ni nunca lo hemos valorado, como merece. En este punto de mi vida, y aunque ella lo negaría, tengo la sensación que a pesar de ser un chico con un comportamiento casi irreprochable, al menos por lo que ella conoce, mi carácter y desidia le ha terminado provocando más disgustos que alegrías.

Mi padre tenía un carácter más parecido al mío, era un comodón. Aunque lo negase, lo cierto es que siempre había buscado su comodidad. Mi madre siempre le echaba en cara que no tenía que haberse casado, que para hacer esa vida mejor que se hubiese quedado soltero. En el fondo estoy de acuerdo con mi madre y comprendo a mi padre. La vida con una mujer como mi madre al lado, a pesar de las continuas discusiones, era una vida mucho más sencilla y cómoda que la que le hubiese esperado de quedarse soltero.

En cierto modo, mi padre se consideraba un tipo que no pedía demasiado a la vida, siempre y cuando a él tampoco se le exigiese demasiado. Siempre había procurado trabajar lo justo y aprovechar al máximo el subsidio del paro. Hasta hace pocos años nunca había tenido un trabajo estable. Empezó a cotizar en la seguridad social tarde y poco. Hasta hace nada sus ingresos básicamente consistían en las subvenciones agrícolas y el extra que podía aportar la tierra, que no era mucho.

Durante mucho tiempo eso fue todo lo que ganaba, además de lo que conseguía arañar a través de diferentes trapicheos que hacía con maquinaría agrícola y coches usados, que rescataba práctica-mente de la chatarra y que reparaba y revendía a precios populares. Pero, para ser completamente justos, creo que esos ingresos extra los terminaba dilapidando en la pequeña cuadra familiar que hacía tiempo que había dejado de resultar rentable.

La verdad es que, si en su momento, mi abuelo se hubiese preocupado un poco en ver lo que realmente le interesaba y motivaba a mi padre, en vez de inculcarle su amor por los caballos, creo que hubiese sido un muy buen mecánico... pero mi abuelo también era uno de esos tipos que primero piensan en sí mismo, luego se regodean un poco más en sus necesidades y, en el remoto caso de que sobre algo de tiempo o dinero, terminan dándose otro caprichito.

Por suerte, hacía unos años que mi padre había encontrado un trabajo que le iba como anillo al dedo: vigilante del agua. Es decir, la persona que se cuida en época de riego de avisar a la gente, de organizar los turnos y comprobar que se malbarata el mínimo de agua posible. Aunque dicho así parezca un trabajo de mucha responsabilidad, lo cierto es que es un trabajo bastante sencillo cuyo único engorro consiste en tener que levantarse a las seis de la mañana y estar atado los siete días de la semana. Por lo demás, más allá de alguna incidencia puntual, el resto consistía en hacer lo que había hecho el toda su vida. Es decir, hacer un poco de relaciones públicas por el pueblo, hablar con uno y después con el otro en un trabajo eminentemente rutinario que, a menos que alguien quisiese pasarse de listo, no conllevaba demasiados quebraderos de cabeza y que, sobre todo, le dejaba mucho tiempo para dedicarse a sus cacharros, a los caballos y a llevar la poca tierra que tenemos.

Como ya os había dicho, una pareja aparentemente complementaria, mientras una trabaja, el otro holgazanea todo lo que puede aceptando unas responsabilidades mínimas, pero entenderéis que este tipo de convivencia lleva a un roce continuo. Un roce que puede verse agudizado hasta desembocar en una situación prácticamente insostenible si aparece otro elemento de fricción. Y este elemento existía, vaya si existía, este elemento era precisamente mi abuelo.

Mi abuelo era un viejo facha, ni más ni menos, pero no era de los malos o cabrones, simplemente era de los cortos. Un hombre que había crecido en una familia de clase media muy conservadora, que cuando llegó la guerra pronto se posicionó del lado franquista y que vivió la dictadura como un periodo próspero para España. Era un tipo que se creía fácilmente todo lo que le decían, criado en un ambiente machista y que llevaba la lección muy bien aprendida. Además era un hombre tremendamente burlón y que se creía además gracioso, con lo que si mezclabas su ideología retrógrada y su carácter tocacojones con su escasa inteligencia, te encon-trabas con un tipo que tenía una habilidad innata para ofender con suma facilidad.

Por si todo esto no fuese suficiente, además contaba con un ego desorbitado, creyéndose, a sus más de ochenta años, el jefe y sustento familiar, una especie de patriarca gitano. Aunque de este último punto tenía bastante culpa mi padre, que había propiciado esa situación con su tendencia a aceptar cualquier cosa que le hiciese la vida más cómoda, aunque conllevase tener que vivir con un viejo insoportable. A pesar de todo, creo, con total sinceridad, que mi abuelo no era una persona a la que se pudiese tildar de mala, simplemente, como casi todo el mundo que conozco, era víctima de las circunstancias y de su propia naturaleza.


Me senté en la mesa sin decir nada, se hizo el silencio, un pequeño momento de calma. Tras ese breve instante mi madre me miró y me soltó:

-¿Cómo es posible que aún no te hayas vestido? ¿No ves la hora que es? Y si viene alguien... ¿Qué imagen crees que das?

Yo agaché la cabeza sin decir nada, cogí la cuchara y empecé a tomarme la sopa, como de costumbre, faltaba sal, pero no me atreví a rechistar. Sabía que un comentario como ese no hubiese hecho otra cosa que reavivar un fuego aparentemente contenido.

-¿Y tu hermano, aún duerme? ¿No le has dicho que la comida estaba ya servida?

En esa ocasión sí me dispuse a contestar, pero no hizo falta, ya que justo en ese instante mi hermano cruzó la puerta del comedor. También iba en pijama, pero él sí había encontrado las pantuflas. Se acercó a la mesa con suma parsimonia, caminaba ligeramente encorvado y con la mirada aún somnolienta. Se sentó también sin decir nada. Mi madre resopló, ahogó con esfuerzo lo que sea que fuese a decir, calló y se dirigió a la cocina.

Mi hermano tenía dieciséis años, en teoría estaba en plena edad del pavo, pero la verdad es que no se le había notado demasiado. Era, y sigue siendo, algo más bajo que yo, aún así es un chico alto, ya que supera el metro ochenta. Su complexión es fuerte, aunque tampoco tan grande como la mía, y es un chico más listo que inteligente. También me atrevería a decir que es un chico guapo, al menos más guapo que yo. En definitiva, diría que es un tipo de perfil medio, pero ligeramente por encima de la media en casi todos los aspectos.

Seguramente, si se hubiera preguntado a profesores y gente que le trataba de cerca hubiesen dicho que era un chico con menores posibilidades que yo, lo que vendría a ser un potencial inferior. Yo opino justo lo contrario. Yo creo que realmente es él quien lo tiene todo para triunfar. A diferencia de lo que me sucedió a mí, él a su edad ya ha conocido el esfuerzo, sabe lo que significa que alguien le exija y, además, tiene motivaciones, ambiciones e intereses más o menos claros. Evidentemente no lo suficiente claros como saber hacia dónde encauzar su vida, pero llegado el momento tendrá suficientes elementos de criterio como para acertar en su decisión. A diferencia de lo que me sucedió a mí, a él, el sistema educativo le ha beneficiado. Él ha tenido la suerte de ser una persona que encaja como un guante en el sistema, que puede aprovecharse de él. Destaca lo justo para ir tirando sin grandes apuros, puede encajar en un nutrido grupo de amigos y dispone del suficiente criterio para escoger bien las personas que le rodean.

Él encaja, quizá los fríos datos digan que soy más inteligente, más alto, más fuerte, ¿pero de qué me sirve todo eso? ¿De qué me sirve poder levantar más peso, correr más rápido, ejecutar cálculos mental-mente a mayor velocidad o ser capaz de resolver y comprender complejos problemas de escasa utilidad práctica? Es más, ¿de qué me sirve llegar a comprender los mecanismos que rigen la sociedad y el comportamiento humano, encontrar cierta coherencia o falta de ella en todo lo que me rodea, cuando luego soy únicamente capaz de aborrecerlo y despreciarlo? Lo único que he conseguido con todo eso es crear unas expectativas que empiezo a cuestionarme si voy a ser capaz de cumplir. Y lo peor es que, esas expectativas, me las he impuesto yo mismo. Nadie me empujó a estudiar lo que estaba estudiando. Sólo mi ego y la creencia firme de que todo sería tan sencillo como en bachillerato. Cuando pienso en las veces que escogí esa carrera sólo porque creía que su nombre sonaba bien me entran ganas de tirarme de los pelos.

Él, en cambio, veo claramente cómo encaja, como ve de un modo natural, sin cuestionarse excesivas cosas, el camino hacia la felicidad y además dispone de las herramientas justas y necesarias para recorrerlo con holgura. Mientras yo me cómo la cabeza, mientras busco con ahínco mi hueco, él sólo tiene que molestarse en seguir el camino que aparece ante él con total naturalidad. Y ante este hecho no puedo hacer otra cosa que envidiarle, una envidia sana, ya que es mi hermano y lo aprecio, pero envidia al fin y al cabo.

La comida prosiguió, sorprendentemente, en calma. Supuse que mi madre se había levantado más cansada que de costumbre ese día. Ninguna conversación floreció. El silencio hubiese sido absoluto de no ser por la compañía del televisor y el murmullo y traqueteo constante producido por los cubiertos.

Terminé de comer rápido, bueno, en realidad no mucho más rápido que de costumbre, pero ya tengo por vicio tragar más que paladear y degustar. Después de tomarme el postre de pie, fui de cabeza hacia la habitación. Aunque debería haberlo hecho, opté por no vestirme, en pijama se iba realmente cómodo.

Pasé la tarde frente al ordenador. Es increíble la cantidad de tiempo que puede llegar a perderse embobado frente a esa pantalla. Entre las páginas deportivas, los foros y el porno, uno puede saciar todas sus necesidades de ocio delante de esa caja.

Sobre las siete tuve que cedérselo a mi hermano, que hacía rato que me estaba comiendo la oreja. De las siete hasta las nueve opté por vaguear un poco en el sofá, contar como los minutos se consumían mientras veía algún programa insulso en la caja tonta. Sobre las nueve cené y fue entonces cuando me decidí a llamar al único amigo con quien aún mantenía contacto desde mis tiempos en el instituto.

Es curioso ver como los que en un determinado momento de tu vida crees que van a ser amigos para siempre les terminas perdiendo la pista con el tiempo, y no es necesario que pase mucho precisamente. En muy poco tiempo, pasas de ser grandes amigos a conocidos que te caen simpáticos. Dentro de un tiempo posiblemente les recuerde como meras sombras, con un poco de suerte, claroscuros de mi pasado. Supongo que esto también me sucederá con mis compañeros de facultad.

Le llamé, era uno de los tipos más fiesteros que conozco, y al muy cabrón ese sábado no le apetecía salir. Me había quedado sin mi improvisado y único plan. No tenía recursos para improvisar otro, como mucho hubiese podido ir al cine, pero la cartelera de esa semana daba asco, pura basura. Finalmente opté por ver una de las muchas películas adquiridas alegalmente en los grandes almacenes de la mula. Poco más tarde de la medianoche ya estaba en la cama. ¡Qué sábado noche más triste!

El irme a dormir pronto no impidió que me levantara tarde, a la hora justa para ver el partido de baloncesto, las doce y media. La comida estuvo lista alrededor de las dos. Una vez hube comido y mi madre hubo fregado los platos, empezó el frenesí. Pasaban de las tres y a las cuatro teníamos, sí, lo digo en plural porque terminaba siendo un hecho que involucraba toda la familia, que coger el tren. Dúchate, prepara la mochila, luego la ropa, revisa los tuppers, gritos y más gritos. "Hoy no llegamos, hoy no llegamos"- repetía convulsivamente mi madre. Gritos y más gritos. Estrés, mala leche, y todo para terminar esperándonos diez minutos en la estación. Cada domingo igual.
Ese fin de semana no me encontré con ningún conocido en la estación. No sabía si alegrarme, hay veces que es mejor estar solo que mal acompañado. Crucé los dedos, sin embargo, esperando encontrar algún compañero de clase en el tren. No hubo suerte.

Me instalé, como siempre, en el último vagón, acomodé los auriculares de mi MP3 en mis oídos y me dispuse a intentar evadirme durante las casi tres horas que me aguardaban de incómodo viaje en esos duros asientos. Esta vez sabía que no existía posibilidad alguna de dormirme. Resignado, ni lo intenté. El tren empezó a andar. Procuré mantenerme absorto en la música. En los momentos que eso no era posible me dediqué a analizar mis compañeros de viaje. Debo admitir que me aliviaba ver que la mayoría de gente pareciese igual de hastiada que yo. Ver a la gente igual de jodida que yo me hacía sentir acompañado.

Al llegar a Terrassa aún me quedaban otros veinte minutos carreteando la maleta. Me los tomé con calma. Ese día el tren había sido puntual, a pesar de eso, ya había oscurecido.

Al salir de la estación me sorprendió ver una pandilla de emos. Sí, esa tribu urbana que se ha puesto de moda entre los quinceañeros. Una tribu cuyos miembros lucen un look andrógino: todos delgados, visten ropa oscura, lucen peinados barrocos y recargados y pintan su cara con maquillaje oscuro, con muchas sombras, sobre una base pálida. En definitiva, un look asexuado bastante siniestro.

Siempre había creído que serían una moda pasajera. Había oído hablar de sus tendencias suicidas, viendo que proliferaban como setas parecía claro que se trataba de un mito.

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