viernes, 7 de agosto de 2009

Frente al televisor

Era viernes noche, el primer vienes noche de las vacaciones, el primer viernes noche desde que había vuelto a casa, hacía calor y no me apetecía salir. Además, nunca había congeniado demasiado con los demás jóvenes de mi pueblo y, para ser completamente sincero, debo admitir que nunca había congeniado con el pueblo en general, su naturaleza eminentemente endogámica me resultaba enfermiza.

Aún recuerdo cuando en el instituto me mandaron hacer el árbol genealógico de mi familia y observé, atónito, como por parte de mi madre casi todos sus ascendentes provenían de sitios distintos, aunque fuesen pueblos separados por escasos quilómetros. Sin embargo, no me sorprendió en absoluto que por la banda de mi padre tuviésemos que remontarnos a una tatarabuela para encontrar un familiar que no hubiese sido hijo del pueblo. Con el paso del tiempo me fui dando cuenta de que lo realmente extraño era el caso de mi familia paterna, a pesar de que eso fuese absolutamente normal en el resto de familias vecinas. Y lo más sorprendente es que esa tendencia sigue hoy en día, ya que es muy habitual que se sigan casando parejas nacidas y criadas en el pueblo, una localidad de apenas mil habitantes.

Ese viernes también me planteé la alternativa de ir a la misma discoteca a la que había acudido desde los dieciséis años, pero tras recordar como seguía llena de adolescentes y lo viejo que me hacía sentir eso, viejo a mis escasos veintidós años, decidí declinar esa opción.

Al hacerlo, de repente, me di cuenta de que había llegado un momento en que salía por mera inercia, como si alguna fuerza invisible me empujase a ello, a pesar de que cada vez disfrutaba menos en ese ambiente. Comprendí que salía a pesar de aborrecer el ruido, las luces intermitentes, el humo e, incluso, la compañía.

Encontrarme dando vueltas a este asunto fue algo que me incomodó, de modo que decidí hacer algo para dejar de pensar en ello. El problema era que no me apetecía hacer nada, por lo que finalmente terminé apalacándome en el sofá para ver un rato la televisión.

La encendí sin reparar mucho en el canal. Podríamos decir que simplemente la puse para que me hiciese un poco de compañía. Al cabo de media hora me encontraba viendo eso y no cambié de canal, seguí viéndolo.

Y cuanto más lo miraba, más me atrapaba, pero también me avergonzaba y me hacía sentir más y más incómodo, incluso un poco mal conmigo mismo. Lo cierto es que, aunque no lo quisiese admitir, estaba disfrutando. Pero no podía evitar preguntarme: "¿Cómo alguien puede caer tan bajo?", "¿Qué tipo de moralidad rige la parrilla de esta cadena?". Llegué a suponer que esa era la prueba definitiva que no queda resquicio de moralidad alguna, con un poco de suerte algo de falsa moral. Curiosamente eso, en vez de incomodarme un poco más, me reconfortó.

Sin embargo, no pude evitar pensar porque no cambiaba de cadena. Tenía otros cuarenta canales a mi disposición. Llegar a ellos sólo me exigía el esfuerzo de mover un dedo. No es menos cierto que en la enorme mayoría harían una mierda similar... Entonces me planteé la razón de por qué no la apagaba. No me fue difícil encontrarla. En el fondo, lo que estaba viendo me gustaba. Simplemente disfrutaba viendo el ensañamiento cruel y desproporcionado al que estaban sometiendo a ese pobre infeliz. No pude evitar sentirme un cabrón, pero la verdad es que me importaba más bien poco. Supuse que en el fondo lo único que presenciaba era una nueva forma de circo romano, una especie de gran coliseo, donde la miseria humana se convertía en espectáculo y la gente se abandonaba a él.

Sí, estaba viendo "Dolce Vita", mi sensación no hubiese sido muy distinta si se hubiese tratado de "Está pasando" o de "¿Dónde estás corazón?". Y lo cierto es que me sentía satisfecho, incómodamente satisfecho.

Y, mientras estaba acomodado en el sofá disfrutando de ese espectáculo, me di cuenta de que millones de personas estaban haciendo exactamente lo mismo que yo. Disfrutándolo. Aunque quizá ellos no habían llegado a experimentar esa ligera sensación de repulsión.
No terminé de ver el programa. Terminé por aburrirme y se estaba haciendo tarde. Cuando miré el reloj eran casi la una. Opté por irme a la cama.

Cuando ya estaba dentro del sobre, y antes de dormirme, un último pensamiento acudió a mi mente. Una idea que en ese momento me pareció una verdad inexorable. Después de ver en la pequeña pantalla un grupo de profesionales mediocre, un grupo de periodistas frustrados, que supongo eran conscientes que trabajaban en las alcantarillas de su sector, tratar con absoluto desprecio al invitado, humillarlo y vender sus noticias como grandes hallazgos cuando eran poco más que nimiedades intrascendentes, fue viendo ese comportamiento completamente dantesco cuando me di cuenta de que quizá no importaba ser un tipo absolutamente mediocre si se tenía éxito.

El éxito traía dinero. El dinero te permitiría vivir holgadamente. El éxito traía fama. La fama te acariciaba el ego y, entonces, si tu falta de escrúpulos lo permitía, podías mirar por encima del hombro al resto de la gente, independientemente de si fuesen mejores personas, mejores profesionales o tipos más preparados. Podrías jugar en una división aparentemente superior, aunque fuese a base de mezclarte con despojos, producir basura y terminar formando parte de la inmundicia.

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