jueves, 6 de agosto de 2009

En el mercadona

El día siguiente decidí ir a comprar al Mercadona, no es el súper que me quedaba más cerca, pero tampoco me quedaba excesivamente lejos. Además los días que debía comprar determinados productos, como por ejemplo todos los relacionados con la limpieza, conseguía ahorrarme algo sin llegar a apreciar la diferencia de calidad. Sin embargo, la compra habitual de comida y bebida prefería hacerla en un supermercado algo más cercano, pequeño y caro, pero cuyos productos frescos me transmitían mayor confianza y me parecían de mayor calidad.

Otra razón por la que acostumbraba a evitar el Mercadona era porque el ambiente que se respiraba ahí era deprimente. Casi siempre abarrotado de amas de casa cincuentonas que buscaban con ahínco encontrar el producto más económico, el que les permitiese ahorrar un céntimo, por lo que terminaban por llenar su carrito con una cantidad ingente de bollería, pasta, legumbres y algo de carne de la más económica. Una colección de productos cuyo valor nutritivo en el mejor de los casos se podía calificar de dudoso si queremos ser políticamente correctos, pero a los que el término basura les encajaría bastante mejor si queremos ser realistas.

La prueba fehaciente de esta afirmación eran sus cuerpos, todos con un sobrepeso evidente, obesas la mayoría. Cuerpos mantecosos donde la grasa parecía no poder contenerse dentro y terminaba por resbalar hacia el exterior, hecho que daba a la piel un aspecto graso e insalubre y hacía que el espeso maquillaje que cubría sus caras resbalase dándoles un aspecto similar al de una puta barata de carretera.

Y lo peor de todo es que era incapaz de sentir cualquier tipo de empatía, pena o encontrar motivo alguno que justificase semejantes cuerpos. Esas mujeres, la mayoría de ellas cotillas impulsivas, hipócritas y envidiosas, eran las primeras en señalar y criticar los cánones de belleza saludable. Ellas eran las primeras en querer adelgazar y eran precisamente ellas las que se apuntaban a dietas milagro que nunca funcionaban, quejándose de que comer bien es caro, pero que llegado el momento eran las primeras en copar las plazas hoteleras de Benidorm, las primeras en adquirir un coche nuevo para pagarlo en diez años o las primeras que no dudaban en hipotecarse hasta el límite de lo insostenible por un adosado con piscina. Realmente no era muy difícil darse cuenta de que su ultima prioridad era lo que se terminaban llevando a la boca. Ante ese panorama lo único que podía sentir hacia ellas bailaba entre la indiferencia y el desprecio, pero su presencia terminaba resultándome incómoda.

Mirases donde mirases te encontrabas con especímenes de este tipo y, si no te los encontrabas, lo más seguro es que vieses algún inmigrante cargando su carrito con cerveza, obviando prácticamente la comida. Era triste ver como había gente que prefería estar ebria a bien alimentada, pero por muy triste que fuese, tampoco era capaz experimentar nada más allá de un ligero desprecio hacia ellos.

La puntilla a ese espectáculo dantesco la ponían las dependientas. Era curioso ver como la práctica totalidad de ellas eran feas, muy feas, en algunos casos tan feas que rozaban la malformación. Lo que en un principio parecía una casualidad incomoda, poco a poco fue convirtiéndose en una teoría empírica bastante solida, ya que el mismo patrón se repetía en todos los supermercados de la cadena que he llegado a pisar, y resultaba más evidente cuanto más grande fuese la población que los albergaba. Las de Mollerussa eran menos feas que las de Lleida, que a su vez eran menos feas que las de Terrassa, que a pesar de que en algunos casos llegaban a rozar el límite de la más extrema fealdad, en promedio no eran tan feas como las de Barcelona. Cada vez que pisaba un Mercadona esa sensación se hacía un poco mas sólida y fundada, y podía resumirse como: "El Mercadona contrata gente fea deliberadamente".

Una vez llegado a esta conclusión, ya sólo me quedaba encontrar el porqué de tan curiosa política de empresa. Una política aparentemente contraproducente, pero a la que conseguí encontrar cierto sentido.

Ya que, como había observado, la mayor parte de la clientela eran mujeres gordas y acomplejadas, además de cotillas y envidiosas, y el siguiente grupo de potenciales clientes eran hombres de escaso poder adquisitivo, normalmente solteros y pertenecientes a colectivos casi marginales, el contratar empleadas tan poco agraciadas les permitía matar dos pájaros de un tiro. Por un lado las mujeres no se sentirían incómodas ni heridas en su ya maltrecho orgullo, es más, quizá incluso verían algo reforzada su baja autoestima. Mientras que esos hombres, muy posiblemente, se verían disuadidos de intentar seducir alguna de las dependientas al comprender que muchas de ellas eran el paso previo a la zoofilia.

Entre todas esas dependientas, sin embargo, hubo una que llegó un momento que terminó por despertar en mi cierta condescendencia, casi compasión. En un primer contacto, en un acto instintivo y cruel, llegué a calificarla como el paso posterior a la zoofilia. Después de un tiempo me di cuenta de que había sido un pensamiento excesivamente cruel.

Era una mujer, o al menos se suponía que lo era. Bajita, en torno al metro y medio, de brazos cortos y rechonchos. Carecía de cintura y sus caderas eran anchas, pero sus piernas cortas. Sus hombros parecían demasiado estrechos y su cuerpo, en conjunto, demasiado largo para esas extremidades. Al moverse, sus movimientos resultaban ortopédicos, se balanceaba al andar mientras su cuerpo se mantenía rígido, como un pingüino.

Sus manos eran pequeñas, pero sus palmas grandes, lo que significaba que sus dedos eran muy cortos, pero además resultaban gordos. Finalmente quedaba lo peor del conjunto: su cara. Frente estrecha, ojos pequeños y hundidos tras unas gafas de cristal grueso, nariz grande y asimétrica que iba a juego con su mandíbula amplía, pero que contrastaba con sus labios finos, inexistentes. La puntilla la ponía una peca en su mejilla izquierda, grande y peluda, un buen complemento para el bigote que hacía tiempo que había dejado de depilarse.

Con el paso del tiempo y las sucesivas visitas al Mercadona fui percibiendo nuevos detalles que hicieron que esa mujer terminara despertando en mí cierta compasión. Observé como siempre ejecutaba los movimientos de forma mecánica, como evitaba todo contacto con la mirada de los clientes, como saludaba ahogando sus palabras, casi sin mover los labios. También observé como parecía haber renunciado definitivamente a intentar disimular su grotesco aspecto. Su pelo siempre estaba enmarañado, sin peinar. El vello facial seguía ahí, día tras día. No usaba maquillaje alguno y parecía que toda higiene y cuidado personal se reducía a una ducha más o menos habitual, ya que nunca noté olor alguno.

De hecho, su caso llegó a impresionarme tanto que me hizo dudar de las ventajas de la sociedad del bienestar para casos como el suyo. Incluso llegué a pensar si no hubiese sido mejor para ella nacer en una época donde los débiles y menos preparados se quedaban atrás. Es decir, ¿qué ventajas le suponía subsistir? Su vida parecía realmente gris, triste, sin expectativas de mejora. Se había convertido en una mera herramienta, poco eficiente además. Lo más seguro es que su vida se redujese al trabajo y la televisión, quizá en el mejor de los casos aún disfrutaría de la compañía de sus padres. Muy posiblemente nunca hubiese conocido el amor correspondido, el placer ni la felicidad, lo que hacía que seguramente lo anhelase como algo utópico y lejano, lo que evitaba que cayese en una depresión profunda y la mantenía alejada del suicidio. Por lo que salvo interferencia del destino se vería abocada a esa vida gris y solitaria durante muchos años más.

¿Realmente merecía más la pena este vagar por el purgatorio que una muerte temprana fruto de la implacable selección natural? Tras sopesar breve-mente ambos lados de la balanza obtuve una respuesta clara y meridiana: NO. Aunque vete a saber. Existía la posibilidad de que estuviese equivocado y esa mujer, a su manera, hubiese llegado a ser remotamente feliz.

Por otro lado, lo que en seguida vi claro es que los grandes beneficiados por vivir en la sociedad del estado del bienestar es otro tipo de gente: los parásitos. Gente que, si sabe apañarse, puede encontrar un sitio desde donde poder vivir cómoda-mente aprovechándose del esfuerzo de los demás. Sin embargo, esa idea no me resultó repulsiva, ni tan siquiera injusta. Era consciente de mi naturaleza eminentemente parásita y de las contradicciones existentes en cualquier concepto ligado a la justicia. Por lo que lo único que pude hacer es alegrarme por haber tenido la suerte de nacer en una época donde podría terminar subsistiendo más que decentemente limitándome a chupar del bote siempre y cuando terminase mis estudios. Por otro lado, la fugaz idea de estar en el último escalón, de formar parte del elefante al que, poco a poco, los mosquitos le van chupando la sangre, me horrorizó. Estaba claro, mal que me pesase, que debía apañármelas para terminar esa maldita carrera lo más pronto posible.

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