martes, 11 de agosto de 2009

Todo sigue igual

Viste mallas ajustadas, unas rejillas raídas, hechas trizas. Una camiseta de rayas negras y rojas, andrajosa, cubre su torso. Un collar de perro adorna su cuello. Pulseras, anillos y cadenas atavían sus manos y muñecas. Lleva las uñas pintadas con esmalte negro y numerosos piercings ornamentan su cara. Una vistosa cresta azul eléctrico crece arraigada en su cabeza. Su mirada, perdida, busca algún punto lejano en un horizonte que sólo ella ve. Da otro calo, largo y profundo, al porro que sostiene en su mano izquierda, con la otra mano acaricia uno de los muchos perros que la acompañan. Cree haber roto con la sociedad, haberse liberado de las pesadas cadenas de lo establecido. Cree haber encontrado una identidad propia, haber abandonado el gran rebaño. Ahora es la oveja descarriada, debe sentirse especial. No se da cuenta de que lo único que ha hecho es unirse a otro rebaño mas pequeño. No se da cuenta de que sigue siguiendo la corriente. No ve que sigue bailando al compás que otros marcan. Mal que le pese, sigue siendo un borrego de camino al matadero.

Y los dos estamos aquí, en el mismo vagón. Si ella va de camino al matadero, yo también.

Vuelve a ser septiembre. El curso ha vuelto a empezar. Mis ánimos siguen siendo los mismos. Mis motivaciones no han cambiado. No he conseguido despojarme de mi máscara. He tomado consciencia de que existe. Eso es aún peor.

Vuelvo a mirar a la joven punk. No llega a los dieciocho años, eso seguro. Es bonita. A ella su máscara al menos le sienta realmente bien. Es una flor rara y bella. Se oculta bajo una apariencia interesante. Se la ve frágil bajo una apariencia dura. Una bella rosa cubierta de espinas. Lástima que estas rosas se marchitan pronto.

Levanto un poco más la cabeza. Observo el resto del vagón. Está lleno. Apesta a sudor, heces y orina. Sólo el intenso olor a marihuana consigue camuflar un poco un hedor que resultaría insoportable.

Mire dónde mire sólo veo punks, rastafaris e intentos de bohemios varios. Hay de casi todas las edades. Sólo en los más jóvenes puedo apreciar ese deseo de huida. Los demás son claramente lo mismo que yo, farsantes tras una máscara. Farsantes atrapados bajo una máscara de la que en un primer momento no se quisieron deshacer, en segunda instancia ya no la pudieron cambiar por una mejor y, actualmente, no les queda más opción que seguir con ella puesta. Se les ve en los ojos. Se les ve en sus gestos. Se les ve en sus intenciones.

En una de mis respiraciones inspiro más fuerte de lo que debía. Rápidamente una mueca de asco se dibuja en mi cara. El olor a orina ahora es más intenso. Un perro debe haberse meado. Malditos punks, malditos perros y maldita "fira del teatre".

Vuelvo a fijar la mirada en uno de esos despojos. Debe tener alrededor de treinta años. Si me hubiesen dicho que tenía cincuenta también me lo hubiese creído. Debe medir alrededor de uno setenta y cinco, sin embargo, dudo que llegue a los cincuenta quilos. Sus facciones están hundidas en su cráneo. Su piel es de un color amarillento, insalubre. Sus brazos cuelgan de sus hombros sin que estos parezcan tener fuerza suficiente para sostenerlos pese a ser poco más que dos ramas secas, muertas, de las que se pudren, rompen y desvanecen en medio del camino por culpa del polvo, el viento y la humedad, sin que nadie se moleste en recoger porque no sirven ni para hacer leña. En sus codos se aprecian los múltiples pinchazos. En su mirada los efectos de los mismos. Es claramente un yonqui. El símbolo perfecto de lo que se convierte Tárrega durante la "fira": punto de encuentro de camellos, yonquis y futuros yonquis. Durante unos días, la pequeña Ámsterdam catalana, una pequeña ciudad llena de estupefacientes, drogas de todo tipo. Camellos y consumidores se funden entre el resto de la gente. Nada de eso es legal, pero lo parece viendo la naturalidad del tráfico. Viendo como las ambulancias acuden preparadas con antelación donde sea que se produzca una sobredosis. Viendo como una ciudad tranquila y apacible acepta con total naturalidad la invasión de narcóticos, viendo como nadie se sorprende. La única diferencia es que sigue siendo ilegal, bueno, esa y que aquí los yonquis sólo mean en las calles.

El tren sigue con su lento traqueteo. Yo me acomodo los auriculares de mi MP3, me abandono a la música, me abandono a lo que venga. Este año, para este curso, ni tan siquiera me he molestado en plantearme buenas intenciones, propósitos. Ya no veo mi futuro tan luminoso. He comprendido que aunque termine la carrera las cosas no me irán mejor. Seguirían siendo más fáciles, eso sí. Podría andar con la cabeza alta, pero no me irían necesariamente mejor.

Recuerdo lo que dicen de los peces, que sólo disponen de tres segundos de memoria. Me imagino por un momento viviendo en la misma circunstancia. Veo que no existiría el pasado y que con él también desaparecería el sentimiento de culpa, el arrepen-timiento, el rencor, el odio, la vergüenza y, sobre todo, el desprecio. También observo que olvidaría las grandes alegrías, los buenos momentos de mi vida, que perdería recuerdos entrañables. Pero a cambio tendría la oportunidad de redescubrir con la intensidad que otorga la novedad y la inocencia todos los placeres cotidianos, una y mil veces. Mis penas se ahogarían en el océano del tiempo y toda felicidad se reduciría a la experiencia de un instante, efímero y continúo. Sin la consciencia del pasado no existiría la preocupación por el futuro. No existirían ni las expectativas ni las responsabilidades que me atenazan. Sólo dispondría del instante, del ahora. Podría abandonarme al presente, carpe díem. Y la muerte no sería una preocupación, ni su proximidad ni su reclamo, su canto de sirena, ante la agonía que me supone vivir. Simplemente, cuando llamara a la puerta, lo único que recordaría sería... haber vivido.

Mientras retruenan los "Rolling Stones" y su "Paint it black" en mis oídos vuelvo a mirar a la joven punk. Ella me mira y sonríe. Me doy cuenta de que en su pose y su mirada no hay deseo de huida alguno. Simplemente, va colocada.

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