lunes, 3 de agosto de 2009

Viernes tarde, resaca en clase

El horario de tarde tenía sus ventajas. Por ejemplo, el poder dormir y holgazanear por las mañanas y llegar fresco y puntual a clase por las tardes. Pero, sin duda alguna, el no tener excusa para no acudir a clase los viernes tras una noche de fiesta no era una de ellas. Si ya era molesto tener que acudir a clase aún con los últimos efectos de la resaca coleando, más lo era si las únicas dos horas de clase que tenías ese día las impartía Ramoncín.

Ramoncín era nuestro profesor de tecnología aeroespacial, obviamente ese no era su nombre real, pero no menos obvio era el motivo de ese apodo, ya que su parecido con ese cantante de tercera era más que evidente. Un parecido acentuado en gran medida gracias a ese extraño tupé, totalmente desfasado, que lucía. De todos modos, ese apodo más que un insulto debería haberle resultado un halago, ya que el muy desgraciado, además de guardar cierto parecido con el energúmeno ese, era un mediometro esmirriado que caminaba ligeramente encorvado y vestía siempre camisa y pantalón, con la camisa siempre por dentro, lo que terminaba de dejar claro lo poquita cosa que era, recordando sobremanera un Pin y Pon. Sus ojos saltones hacían que su mirada transmitiese una fuerte sensación de inseguridad, ya que miraba constantemente arriba y abajo y a ningún sitio, procurando no cruzar nunca la mirada con su interlocutor. Una sensación de inseguridad que se veía acentuada por su voz temblorosa y su hablar parsimonioso y dubitativo. Por si todo esto no fuese suficiente, ponía constantemente sus conocimientos en entredicho, teniendo que ser corregido cada pocos minutos por alguno de sus alumnos. La verdad es que era un tipo que me hubiese dado incluso un poco de pena si no fuese por el hecho de que era un soberano hijo de la gran puta.

Y lo digo en serio, no es un insulto gratuito, ese tipo era la muestra fehaciente de que los insultos pueden llegar a ser adjetivos de lo más precisos y descriptivos cuando se toman en su sentido figurado. Y es que tras su apariencia pusilánime se escondía un verdadero cabrón. Un tipo que por tercera vez consecutiva había suspendido al ochenta por ciento de la clase, que planteaba exámenes que ni el mismo era capaz de resolver, hecho varias veces demostrado al colgar soluciones incorrectas a los problemas propuestos en sus controles, y que además tenía especial afinidad por tipos de su misma calaña, ya que en las dos últimas convocatorias había optado por delegar parte del temario a jóvenes discípulos que parecían llevar la lección bien aprendida. Ya que, a pesar de ser algo más aptos, eran tan o más cabrones que el maestro a la hora de plantear su parte de los controles, habiendo llegado incluso a colgar temario pocos días antes del examen con las clases finalizadas o incluso explicar temario nuevo en el mismo examen en una hoja anexa, y no precisamente temario sencillo.

La verdad es que, en el fondo, estos personajes siempre me habían resultado curiosos. Los veía como unos amargados faltos de cariño, es decir, sexo, a los que habían dado tanto por el culo en su periodo universitario que su ojete, pasados los años, aún seguía pareciendo la bandera de Japón, y que con el tiempo vieron que mejor era empezar a comer pollas antes que se las metiesen por detrás a la fuerza, de modo que de tanto tragar semen se les agrió el carácter y, poco a poco, pasaron de ser unos marginados inofensivos a ser unos marginados hijos de puta cuya única ambición parecía que era joder la vida a sus alumnos, a ver si, tarde o temprano, alguno se prestaba a mamársela para así poder completar el ciclo.

A las tres en punto estaba en clase, como era de esperar Ramoncín no había llegado y el paraje era tan desolador como de costumbre. Un auténtico festival de nabos que hacía que me deprimiese y a la vez maldijese mis huesos por haber escogido esa carrera. Y es que si una cosa tengo clara es que hay un dato de interés que se omite en todas las guías de estudios para preuniversitarios, y ese dato no es otro que el ratio de chicas por cada chico o viceversa. Sé que parece una frivolidad, pero ya sabéis lo que dicen, ante la duda la más tetuda, y cuantas más tías te encuentres en clase, más posibilidades de pescar una con un buen par de castañas... adornadas además con un buen culo y una carita angelical. Y si en el momento de escoger la carrera alguien duda entre irse al paraíso del periodismo o fustigarse en el infierno de la ingeniería aeronáutica, ese dato es, sin lugar a dudas, capital.

Cada vez que pensaba en esa proporción, mientras recorría con mi vista alguna de las clases a las que acudía, me daba cuenta de que, además, para que ese dato tuviese validez y fuese realmente indicativo, debería mostrar un factor correctivo, y ese no era otro que el número de troles que se hacían pasar por féminas, que en el registro civil seguramente constaban como mujeres, pero que cualquier persona con ojos en la cara (y que no fuese ciega) rápidamente se hubiese percatado de que era imposible que perteneciesen a la especie humana. Porque si ya era triste que esa maldita carrera presentase un penoso ratio de cuatro a uno chicos por cada chica, más penoso era que más de la mitad de esas chicas fuesen seres capaces de hacerte dudar de tu sexualidad, ya que antes de acostarme con alguna de ellas hubiese preferido que un negro con un aparato de treinta centímetros me diese por el culo.

A las tres y ocho minutos, algo tarde, como de costumbre, entró por la puerta Ramoncín, acalorado y pidiendo disculpas por el retraso. Al verlo entrar y tras comprobar que mi compañero de fatigas, otro holgazán de libro como yo, aún debía estar durmiendo la mona en su habitación, decidí sentarme en una de las últimas filas, al lado de la pared, algo apartado del resto de la clase. Un lugar donde me resultase sencillo desconectar y en el que nadie, y cuando digo nadie me refiero al Pin y Pon, repararía en mi presencia y podría seguir con mis profundas divagaciones o, simplemente, echar una cabezadita discreta que me ayudase a superar definitivamente el cansancio remanente producido por los excesos de la noche anterior.

Entre pitos y flautas, es decir, el tiempo necesario para que todos los alumnos se acomodaran en su sitio y el que requirió para poner en correcto funcionamiento la máquina de diapositivas y el proyector, pasaron otros seis o siete minutos, de modo que la clase empezó con el retraso habitual de un cuarto de hora, momento en que Ramoncín comenzó su exposición, imprecisa, vaga y, sobre todo, lenta, de las actuaciones de los aviones propulsados utilizando el motor turborreactor. Bastaron menos de cinco minutos para que mi mente me trasladase a un lugar muy lejos de allí.

Lo primero que desvió mi atención fue el incipiente picor que poco a poco se fue haciendo más intenso y que se localizaba en mis partes íntimas, más concretamente en la base de mi polla, que aún olía a goma. Un picor molesto y desgraciadamente muy habitual después de mantener relaciones sexuales seguras. Y es que si por un lado no tenía que preocuparme de las ladillas, por el otro tenía la certeza que, a pesar de no haber ido nunca al médico para averiguarlo, y es que eso de enseñar la polla a otro hombre nunca es una situación cómoda, era uno de esos pocos desgraciados que son alérgicos al látex. Por suerte la reacción duraba apenas unas horas y desaparecía del mismo modo que había aparecido: rápida y silenciosamente.

Tras rascarme discretamente mis partes hasta apaciguar ese inoportuno picor, lo siguiente que me vino a la cabeza fue el hecho de que Sara, la muy zorra, se hubiese negado a chupármela, a pesar de que yo me había ofrecido gustosamente a devolverle el favor. De hecho se lo propuse sin pedirle nada a cambio y también se negó. La verdad es que creo que nunca entenderé a las mujeres y la aversión de algunas de ellas a recibir placer oral, situación especialmente curiosa cuando muchas de ellas tampoco llegan, o les cuesta horrores llegar, al orgasmo por la vía convencional. Ese no era el caso de Sara, a la que sin duda se le veía a la legua que disfrutaba follando. Pero por lo que parece, sólo disfrutaba con eso y no hubo manera de convencerla para que sus labios carnosos y su lengua juguetona terminasen recorriendo mi polla hinchada en sangre, destapase el glande y lo estimulase con una dulzura similar a la que empleaba en sus besos. Como tampoco hubo manera que me dejase bajar a su monte de Venus, lugar desde donde me hubiese apetecido verla estremecerse.

Esta mezcla entre recuerdos, deseos frustrados y fantasías lujuriosas, pronto hizo que me imaginara junto a Sara practicando un sesenta y nueve. La reacción de mi cuerpo no se hizo esperar. De repente me encontraba con una erección de caballo, picor en la polla, sueño y dolor de cabeza. No podía apenas rascarme, mucho menos masturbarme y el discurso de Ramoncín tenía efectos opuestos a un gelocatil. Me di cuenta de que ese día, más que nunca, esa clase se había convertido en una herramienta digna de una tortura china. Miré el reloj, acabábamos de rebasar la media hora, tenía claro que no iba a aguantar otra hora y media. Por suerte, el tipo hacía un breve descanso alrededor de las cuatro que aprovecharía para escaquearme.
Llegaron las cuatro, pasaron de las cuatro, dos minutos, cinco minutos, diez minutos. Poco a poco se puso de manifiesto que yo no era el único que esperaba ansioso un pequeño receso. Pequeños murmuros y gritos ahogados, casi para uno mismo, se empezaron a oír pidiendo un descanso. Los menos explícitos se limitaban a poner cara de asco y buscar la mirada del profesor para ver si pillaba la indirecta.

Finalmente, a las cuatro y cuarto el tipo se dio por aludido, se dirigió a la clase y dijo:
- Hoy no va a haber descanso, voy justo de tiempo y necesito adelantar temario.
La noticia sentó como una bofetada. El ambiente pareció crisparse por momentos y un ronroneo de comentarios no precisamente halagadores se sucedieron. Hubo uno que me hizo bastante gracia y que ilustraba perfectamente el aprecio de la clase por ese tipejo.

En un momento de lucidez y mala leche, un compañero soltó: "Si no hablases como si un negro se te hubiese corrido en la boca y tuvieses miedo a salpicar, seguramente te sobraría tiempo".

Yo me limité a maldecirle por dentro. En ese periodo de espera impaciente había conseguido que la erección desapareciese alejando de mi mente los pensamientos impuros usando terapia de shock. Es decir, centrando mi vista en el tanga que asomaba por encima del pantalón y que dejaba ver medio culo al orco sentado dos filas más adelante. Una imagen, creedme, capaz de bajar la lívido a cualquiera. Pero, a pesar de eso, el picor seguía amargándome la existencia y el dolor de cabeza, quizá fruto del progresivo desasosiego provocado por la impaciencia, se había hecho más intenso. Intenso hasta el punto de que en esos momentos tenía la sensación de que dos autopistas congestionadas circulaban por las venas y arterias adyacentes a mi sien. Volví a mirar el reloj, sólo habían pasado cinco minutos, aún quedaban cuarenta más de silencioso martirio.

Tras observar que maldecir la situación sólo servía para agudizar el tormento, intenté ser práctico. Como mis dos ocupaciones preferidas para esas situaciones, pensar en sexo y cagarme en el profesor, la asignatura, mi vida en general y todo lo que la rodea, eran claramente contraproducentes, decidí que debía emplear esos escasos cuarenta minutos en algo distinto. Me planteé hacer algo productivo, como atender en clase, pero pronto me di cuenta de que eso era tarea imposible. Mis ojos se volvieron a posar en el culo, ciertamente grotesco, de la chica que había dos filas más adelante y me pregunté: "¿Qué demonios se le pasa por la cabeza a una chica como ésta que la lleva a ponerse semejante atuendo?"

Estaba claro que la chica era lista o, al menos, inteligente, ya que para obtener plaza en esa facultad se exigía una elevada nota de corte. También era admisible suponer que era una chica racional, pragmática y aplicada, dado su interés por los estudios técnicos. Pero a la vista saltaba que no se podía añadir sensata a esa lista de adjetivos. De modo que ¿qué era lo que fallaba? ¿Quizá no se daba cuenta? No, eso era imposible. Una hubiese sido factible, pero el patrón se repetía hasta la saciedad. No había hueco para la casualidad ni el descuido. ¿Se sentían realmente más atractivas o sexys? Eso era incluso más improbable. Eran chicas con nulo atractivo sexual. Nunca nadie les había prestado atención, nunca nadie se había fijado en ellas en una discoteca, nunca nadie les había brindado un piropo... de hecho, lo más probable es que en su infancia fuesen víctimas de burlas y desprecios, ya que todos sabemos cómo son los niños y hasta que límites puede llegar su crueldad. De modo que, por activa y por pasiva, estaba convencido que el mundo se había empeñado en dejarles claro ese punto.

Seguí devanándome los sesos. Finalmente comprendí que buscando la razón en ellas quizá erraba el enfoque. Quizá el motivo de ese comportamiento no venía de ellas, quizá el motivo se encontraba en nuestra sociedad. Quizá ellas no eran más que otro ejemplo de cuan rígidos pueden llegar a ser ciertos estereotipos sociales, de cómo pueden llegar a uniformarse los comportamientos y de cómo se puede llegar a actuar de forma totalmente contraproducente sólo para sentirse integrado en el rebaño.
Y es que, estas chicas, debemos recordar que vivían en el mismo ambiente condicionante en que vivían las demás. Se tragaban la misma basura, es decir, las mismas series, la misma publicidad, la misma prensa... y que, por lo tanto, recibían los mismos mensajes que las chicas de culo prieto, cintura de avispa y pecho turgente, de modo que terminaban comportándose como el resto. Vestían ropa ajustada y corta, demasiado corta. Enseñaban carne o, más bien, su exceso de carne. Se pavoneaban a pesar de que, aparentemente, nadie les hacía caso. Quiero creer que se daban cuenta de que eso no les hacía ningún bien, pero que se veían incapaces de plantear una alternativa mejor o de reunir el suficiente valor como para salirse de los esquemas preponderantes.

Su futuro no parecía difícil de adivinar, básicamente se vislumbraban dos opciones, dos caminos a seguir, y muchas parecía que ya habían escogido el suyo.

La primera opción consistía en pescar pareja en clase. Conformarse con uno de sus homónimos masculinos, que también los había a patadas. Obtener un buen puesto de trabajo. Ascender. Centrarse en su carrera profesional. Casarse o juntarse. Follar poco y tener hijos. Vivir una vida sexualmente vacía, pero laboralmente gratificante y llegar a algo similar a la imagen que se tiene de la felicidad hoy día y que la mayoría de parejas tienen en mente: un chalet, una hipoteca que pagarían desahogadamente y un par de retoños a quien legar lo conseguido. La única diferencia que habría respecto a la onírica imagen es que, en vez de ser dos niños rubios de ojos azules y facciones perfectas, lo más probable es que fuesen dos criaturas más feas que Picio. A pesar de todo, se les podría considerar unos triunfadores, ya que habrían conseguido acercarse al ideal del estándar de felicidad y, quién sabe, quizá con eso les valdría.

La segunda opción era, muy posiblemente, más cruel. Consistía en no conformarse, en creerse la mierda que se escribe en los libros de autoayuda. Esa mierda que reza: "Querer es poder". Terminar la carrera. Conseguir un buen trabajo. Afincarse un pisito. Operarse las tetas. Hacerse una liposucción, luego una rinoplastia. Apuntarse a un gimnasio. Y llegada la cuarentena, tras ver que las reparaciones poco habían arreglado y que sólo habían servido para pasar de ser un adefesio a ser un adefesio recauchutado, buscarse un joven novio cubano en uno de sus escasos periodos vacacionales que dedicaría al turismo sexual, veinte años más joven y con un cimbrel de oro capaz de proporcionarle el placer que durante tantos años había anhelado y del que se había visto privada. Posiblemente ya sería demasiado tarde para solucionar este aspecto y al poco tiempo de casarse se daría cuenta de que era frígida. Entonces el cubanito pasaría a ser un novio florero, pronto conseguiría los papeles y la abandonaría. Ella no sufriría mucho más allá del qué dirán. Pasarían los años. Con suerte, quizá encontraría una pareja con quien hacerse compañía en lo que le quedase de triste existencia o, en el peor de los casos (aunque no estoy muy seguro de si lo más apropiado sería decir en el mejor de los casos), optaría por la vía rápida y, en vez de esperar a que la muerte la viniese a visitar, cansada de todo, optase por el suicidio. Como mujer optaría por una muerte rápida, silenciosa e indolora, posiblemente sobredosis de antidepresivos y ansiolíticos, o quizá se cortaría las venas mientras el agua tibia de la bañera le proporcionase un tránsito relajante hacia la otra vida, si es que ésta existía.

De repente, me di cuenta de que la clase había terminado. Me marché sin despedirme de nadie. Como ya he dicho, de tanto repetir la asignatura muchas de las caras me resultaban nuevas y tampoco había mostrado nunca un gran interés en hacer nuevos compañeros.

De vuelta a la habitación comprendí la suerte que había tenido de nacer hombre. Si terminaba la carrera, en el peor de los casos, sólo me tendría que preocupar de ganar el suficiente dinero como para que una furcia interesada se prestase a proporcionarme sexo y algo de cariño impostado. Poniéndome en la peor de las tesituras siempre me quedarían las putas, de modo que mi vida posiblemente sería tan vacía como la de todos los demás, pero en el fondo no me sentiría un fracasado total y absoluto.

Y es que, a diferencia de la mujer, en nuestra sociedad la imagen de éxito del hombre no va unívocamente asociada al hecho de conseguir una estabilidad familiar anclada en una estructura convencional. Muchas veces, con conseguir cierta libertad económica y un poder adquisitivo por encima de la media basta.

Llegué a la habitación. Antes de entrar recordé que estaba hecha una pocilga. Abrí la puerta. Entré. Seguía hecha una pocilga. Por suerte mi madre no estaba allí para verlo. Recogí un poco, sin esmerarme demasiado. Hice la bolsa apresuradamente. Saqué la basura. El tiempo empezaba a apremiar, en menos de media hora debía estar en la estación si no quería perder el tren y quedarme sin los tuppers de mi madre para la semana siguiente. No me dio tiempo a hacerme una paja, pero sí a tomarme una aspirina y el picor ya había desaparecido. La tarde parecía mejorar. Llegué justo a tiempo para coger el tren. Nada más sentarme el cansancio acumulado hizo mella en mí. Me quedé frito. Fue una suerte, ya que soportar casi tres horas de viaje en un cercanías era algo muy próximo a un suplicio.

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