sábado, 8 de agosto de 2009

Vacaciones en casa de mi tía

La tercera semana de julio fuimos, como cada año por esas fechas, a pasar cuatro días en casa de mi tía. Habían pasado ya tres semanas desde que comuniqué las notas a mi madre y parecía que todo había vuelto a la normalidad, ya me había matriculado para el siguiente curso y hablábamos poco del tema. A pesar de todo, de vez en cuando me invadía un intenso sentimiento de culpa. Por suerte, una sensación tan intensa como pasajera.


Mi tía, la hermana de mi madre, ejercía como médico en un pueblo cercano a Barcelona. Hacía años que vivía allí, pues era donde había conseguido plaza fija después de superar las oposiciones. Tiene cincuenta y tres años y por lo tanto se puede decir que perteneció a la generación hippie española. La generación que influenciada por los últimos coletazos del movimiento que tuvo su momento de máximo apogeo en los años sesenta, llegó a España ya muerto a inicios de los setenta. Una generación que en su juventud soñaba con cambiar el mundo y que, treinta años más tarde, había sido tragada completamente por el sistema contra el que habían pretendido luchar, para terminar siendo poco más que un pequeño engranaje en el complejo mecanismo que aborrecían y despreciaban. Mi tía no fue una excepción a la regla.

De modo que, tras viajar por media Europa con escasos recursos, a la aventura, de experimentar con diferentes drogas y de predicar la libertad y la igualdad durante su periodo universitario; una vez terminada la carrera de medicina, la especialización, haber superado el MIR y haber obtenido una plaza fija, segura, que le aportaría solvencia económica, terminó casándose con su novio de todo la vida que había conocido antes de llegar a la veintena una vez superados los cuarenta.

Ya casada, con una economía familiar sólida y una vez sus ahorros fueron suficientemente sustanciosos como para poder firmar una hipoteca sin pasar agobios, decidieron dejar el piso donde vivían y adquirir una casa. Sólo faltaban los retoños, como se habían casado a una edad ya avanzada decidieron adoptar. Sus deseos de juventud, en cierto modo, lo único que habían conseguido era dilatar el proceso convencional, nada más.

De todos modos, dudo que eso les importara demasiado a esas alturas. La vida de mi tía era plácida y cómoda. Disponía de una casa grande, trabajo en la misma localidad donde residía, mucho tiempo libre y una jubilación garantizada. Lo mismo sucedía con su marido, maestro de instituto. Aunque pensándolo mejor, todo eso era antes de que tuviese la brillante idea de adoptar, porque, sin duda alguna, esa había sido la peor decisión de su vida.

De hecho, su caso me ha hecho plantear muchas veces por qué la gente se empeña en complicarse la vida cuando aparentemente lo tiene todo.

Para empezar, tuvieron que ir a adoptar al extranjero, en España estaban en la cola de cualquier lista de espera debido a su edad, a pesar de cumplir con holgura el resto de requisitos que les hubiese convertido en unos candidatos óptimos, de modo que fueron a Rumania. El proceso fue largo, pero, después de tres largos años, consiguieron el ansiado hijo. Un gitanito de dos años que, con el paso del tiempo, fue empezando a exhibir ciertas tendencias homosexuales. Un chiquillo al que yo cariñosamente califico como enano, maricón, sociópata y manipulador. Una joya, sin duda alguna.

Desde la llegada de ese monstruito la vida de mi tía cambió radicalmente, mi tía cambió radicalmente. De la noche a la mañana se convirtió en una madre sobreprotectora. Con el tiempo, al ver la pluma que iba esparciendo el crío a cada paso que daba, empezó a desarrollar una actitud ligeramente homófoba. Todo el tiempo libre del que antes disponía se vio empleado y desperdiciado en el criajo del demonio. Lo peor de todo es que no parecía darse cuenta de todo eso.

No se daba cuenta de que tenía un niño que en muchos aspectos parecía un adulto. Un cabroncete que leía como pocos la relación entre ella y su padre y que pronto empezó a sacar provecho de ello. Los había cogido viejos, entregados, y pronto se dio cuenta de que, si se lo proponía con suficiente empeño, podía conseguir de ellos cualquier cosa.

Sus caprichos se fueron volviendo más y más caros. Con diez años que tiene, rara vez se conforma con algo de menos de doscientos euros, del mismo modo que parece incapaz de disfrutar cuando no tiene a su madre total y completamente pendiente de él. Mi tía vive en un estado de ansiedad enorme y la verdad es que me he llegado a preocupar por ella. Como dicen mi madre, mi abuela y mi tío: “Este niño la va a matar”.

Sin embargo, a pesar de ser un niño cabrón, además de malcriado y consentido, he conseguido mantener una relación sostenible cuando estoy con él. Básicamente, le dejo muy claro que conmigo mejor que no se pasé de la raya, por activa y por pasiva. De modo que, a pesar de seguir siendo un niño repelente y odioso la mayor parte del tiempo, sobre todo cuando tiene a su madre cerca, al menos he conseguido que deje de tocarme los cojones como la mosca cojonera que es.


Llegamos a Barcelona a las nueve de la mañana, en bus, era miércoles y mi tía nos estaba esperando. A pesar de llegar por la mañana ese día no hicimos gran cosa, básicamente nos limitamos a aposentarnos en su casa y llenar la nevera en el supermercado más próximo. Por la tarde vimos la tele mientras mi madre y mi abuela se fueron con mi tía a dar una vuelta por el pueblo, para ver 1o que había cambiado, que era bastante debido a los últimos coletazos de la especulación inmobiliaria, justo antes de que explotara la burbuja.

Ese día, tras cenar relativamente pronto, charlar un rato y mirar otro rato más la tele, nos fuimos a dormir pronto con la idea de madrugar y aprovechar el jueves.

Las vacaciones en casa de mi tía básicamente consistían en el periodo del año en que saciaba mi vena consumista. Es decir, íbamos a Barcelona un día y nos perdíamos en “L'illa Diagonal". Decathlon y Fnac ocupaban la mayor parte de la visita. El siguiente día lo empleábamos en una visita por la zona comercial de alrededor de plaça Catalunya, donde el Corte Inglés, la librería Catalonia y otra visita fugaz al Fnac, esta vez el del "Triangle d'Or", eran citas casi ineludibles. Finalmente, el último día nos dedicábamos a holgazanear tirados por casa y arreglar las maletas para preparar el viaje de vuelta, otra vez en autobús.

Llegamos al Fnac alrededor de las diez de la mañana, se notaba que aún era relativamente pronto y el centro comercial, en general, incluido el Fnac, aún estaba vacío, confortablemente vacío.

Ese día había cometido la imprudencia de no hacer una lista de prioridades a la hora de tirar el dinero, de modo que, como no tenía muy claro lo que iba a comprar, decidí hacer un recorrido general, una visita rápida a todas las secciones. Comencé por la librería.

Sabía que entre esas estanterías no iba a dejarme mucho dinero, nunca había sido un gran lector, pero aunque no vaya a leerlos me gusta saber que libros están de moda. Me detuve frente a la sección de bestsellers. Pronto me di cuenta de que de esa estantería no iba a adquirir ningún libro. A pesar de todo, leí todos y cada uno de los títulos ahí expuestos. No lograba entenderlo. De hecho nunca lo había entendido. Volví a repasar todos los títulos. Mentalmente anoté: "tres sucedáneos del Código Da Vinci, otros cuatro de los Pilares de la tierra, dos más plagiando a Tom Clancy y el típico hit aparentemente interesante de cada año, este año le tocó el turno a "El niño de pijama de rallas". Perplejo me pregunté: "Para qué te cuenten una historia insulsa, tópica y maniquea, ¿no es mejor acudir al cine a ver un blockbuster veraniego? Al menos ahí no te exigen ningún esfuerzo, aunque paladees mierda como mínimo tienen la decencia de no obligarte a masticar y tragar".

La siguiente sección por la que me pasé es la de libros de autoayuda. Siempre me había parecido una sección divertida. Entre esas estanterías puedes ver desfilar una gran cantidad de ilusos que pretenden encontrar un camino hacia la felicidad en uno de esos recetarios llenos de tópicos manidos, con los que se pretenden acercar al lector a una felicidad etérea, voluble e idealizada, sin molestarse en reparar que, para la mayoría de sus lectores, ese es un objetivo inalcanzable, una tarea imposible. Aunque supongo que a esos autores, mientras su mierda les llene los bolsillos les va a dar igual. Su lema sincero y honesto debe ser: "Sé tú mismo... o como todos los demás...¿a mí qué más me da mientras compres mi libro?".

A veces me pregunto: si a esos mismos lectores, en vez de proponerles un camino hacia un objetivo tan abstracto como la felicidad como una meta asequible con sólo planteárselo, les ofreciesen una receta para crecer diez centímetros, estilizar su figura y mejorar sus facciones por el mero hecho de desearlo y darse cabezazos contra la pared... ¿también lo comprarían? Lo triste es que creo que más de uno terminaría adquiriéndolo... y es que supongo que no hay producto más sencillo de vender que la esperanza, aunque sea falsa.

Tras dejar atrás ese vertedero donde florecen las esperanzas de los más ilusos, me fui a la sección de narrativa por autores. Estaban ordenados alfabéticamente. Después de buscar y remirar un poco me encontré con lo que estaba buscando. Un grande de verdad, Houellebecq. Bueno, en realidad tampoco estoy muy seguro que se pueda llegar a ser un grande escribiendo sobre tipos feos con la polla flácida, sobre mamadas y sexo pervertido, mezclando todo eso con un poco de reflexión prestada, pero el caso es que a mí me gustaba, me divertía. Encontraba entrañable ese grito desesperado en defensa del amor en medio de tanto hedonismo, sexo y perversión. Quizá entre ese mar de putas, guarrillas, obesos y mediocres se escondía el último romántico.

Después de adquirir "Plataforma", y mirar y remirar en busca de algún libro de nutrición deportiva interesante, decidí reunirme con mi hermano en la sección de electrónica e informática.
Lo encontré observando con ahínco una tableta digitalizadora, un periférico curioso para el ordenador especialmente útil para los aficionados al diseño. Le había oído hablar bastantes veces sobre adquirir una, le pregunté si al final iba a comprársela. No estaba seguro. Como me parecía un cachivache curioso, decidí pagar la mitad... total, ya no venía de otro acumulador de polvo caro en el escritorio, justo al lado del escáner y el volante para juegos de carreras.

Finalmente, nos acercamos juntos a la sección de películas. Entre ese mar de joyas decidí adquirir dos de mis películas favoritas: El club de la Lucha y Beautiful Girls, además de una muestra de la filmografía de Ingmar Bergman que contenía seis de sus películas más representativas... aunque las adquirí sin estar muy seguro de terminar viéndolas.


Después de visitar el FNAC, decidimos tomarnos un breve descanso y almorzar en un bar, de modo que nos reunimos con mi madre y mi abuela para tomar algo. Me senté al lado de la ventana, desde allí tenía una perspectiva casi completa del interior de “l'Illa". Mientras esperaba a que me sirviesen mi café con leche y el croissant, pude observar a la gente pasear arriba y abajo del centro comercial, que a esa hora ya se había llenado.

Entre la gran variedad de gente que vi pasar, de todas las edades y condiciones, no pude evitar fijarme en un grupo concreto. Eran mujeres, relativamente jóvenes, entre los veinte y los cuarenta años. Eran delgadas, de figura muy estilizada, cintura de avispa, pecho turgente y piernas gráciles. Caminaban con la cabeza alta y todas se parecían. Sus facciones eran femeninamente duras. Pómulos marcados, nariz recta y fina, cara perfectamente simétrica y labios breves, pero carnosos.

No cabía duda, eran bellas, pero resultaban tan bellas como puede resultarlo un caballo de carreras.

Desprendían un aura de cierta distancia, un atractivo volátil y nula personalidad. Parecían muñecas prefabricadas, sólo los complementos las diferenciaban un poco. Todas habían pasado por el cirujano, no necesariamente el mismo. Todas habían adquirido la belleza deseada y todas habían pagado un precio por ella. Supongo que debían creer que la personalidad estaba sobrevalorada.

Aunque, pensándolo fríamente, quizá sea cierto que lo estaba. Me di cuenta de que la mayoría de la gente optaba por ocultarla. Aparentar lo que no es, vivir tras una máscara, vivir una vida que les es aliena. Y es que supuse que si vives tras una máscara no pueden hacerte daño. Si vives una vida que en el fondo no deseas, muy posiblemente, tampoco serás feliz, pero siempre te quedará la opción de aparentar una ilusión de falsa felicidad mientras te carcomes por dentro.

Y cuanto más pensé en ello, más me convencí de que había gente que hacía tanto tiempo que llevaba la máscara que muy posiblemente ya habían olvidado quienes eran. Se habían abandonado a esa apariencia de falsa felicidad llegando a obviar, de forma inconsciente, todo el hastío que les rodeaba. Sepultando sus recuerdos, sus ilusiones, sus esperanzas y deseos bajo la comodidad de un enorme sofá. Silenciando los últimos alaridos de su verdadero yo subiendo el volumen de su flamante televisor de plasma mientras permitían que otros escogiesen por ellos. Mientras se dejaban mecer como títeres sumisos al son de un compás monótono, repetitivo, mecánico. Como el ritmo sincopado del tic-tac de un viejo reloj de pared. Hasta que llegaba un momento en que la máscara y la persona se fundían y confundían hasta ser imposible decir qué era qué.

Mientras mi mirada se perdía a través del cristal, llegó mi tía con el pequeño demonio. Llevaba una caja más grande que él. Era un tren en miniatura de coleccionista, se había dejado algo más de doscientos euros en ese cachivache. Se sentaron y pidieron el almuerzo.


Una vez hubimos terminado el café y mi tía hubo pagado la cuenta, pusimos rumbo a nuestro siguiente destino: El Decathlon.

El Decathlon siempre me había gustado, aunque no encontrase nada de mi gusto. Básicamente me gustaba porque era la antítesis del Mercadona. Aquí su política consistía en contratar gente joven y atractiva, con aspecto saludable y natural. Gente que pareciese que le gustase el deporte. Bueno, que le gustasen las prácticas deportivas que a uno le dejan un cuerpo estupendo. Todas las dependientas eran simpáticas y te atendían con una sonrisa en la boca. Así daba gusto perderse entre los estantes y terminar llenando la cesta de cosas innecesarias.

Después de dar una vuelta, terminé agenciándome un balón medicinal, otros dos conjuntos de baloncesto y uno de esos balones gigantes que se han puesto tan de moda en los gimnasios.

El día siguiente se repitió el mismo esquema, pero en plaza Catalunya, aunque sorprendentemente terminé gastando relativamente poco.

De vuelta a casa volvimos a coger el bus. Para el trayecto me compré una revista sobre nuevos lanzamientos literarios. Sí, tenéis razón, ese es un tipo de revista que es mejor comprar antes de adquirir un libro, ya que son publicaciones que, básicamente, te ayudan a escoger. Vamos, un catálogo publicitario encubierto que encima pagas. Pero a estas alturas ya deberíais saber que tengo cierta tendencia a hacerlo todo tarde, mal y del revés. Y además, nadie me podrá negar que a veces es más placentera la planificación de la compra del siguiente trasto inútil que su adquisición y uso. En otras palabras, que la mayoría de objetos que coleccionamos tras nuestros arrebatos consumistas terminan cogiendo polvo en alguna estantería.

Una vez acomodado en mi plaza del autobús. Un confortable sillón ubicado en un incómodo e insuficiente espacio. Mientras mis rodillas luchaban, en vano, contra el respaldo del sillón de enfrente y todo mi ser terminaba empotrado, rígido, encima de una suave superficie, después de cruzar los dedos esperando no sufrir el síndrome de la clase turista en un trayecto corto, me decidí a hojear la revista.

La verdad es que me ofreció justo lo que esperaba. Dos o tres entrevistas intrascendentes donde se hablaban maravillas de sus entrevistados y, especialmente, de su obra. Dos o tres artículos mecánicos, sean comparativas o algún monográfico, donde se volvía a hablar maravillas de todo libro mencionado. Y, finalmente, algún artículo de opinión breve y sorprendentemente incisivo, aunque no del todo sincero, copaba la página de opinión.

Después de pasar la sección de críticas, donde ningún libro suspendía, donde todos adquirían como mínimo un aceptable y donde dos o tres obras lograban el calificativo de imprescindible, me encontré con algo curioso. Un concurso literario.

Ya sé que eso, cruzarse con un concurso literario en una revista dedicada al mundo editorial y literario, no debería sorprender a nadie. No obstante, lo que llamó mi atención fue la temática del concurso y su patrocinador. El titular rezaba más o menos lo siguiente: "La revista “Qué leer” y “Volskwagen” convocan su segundo concurso literario". Y entre las bases del concurso instaban a los participantes a crear una obra donde se viesen refrendados los valores de la marca automovilística, como son la amistad y el valor de las nuevas tecnologías.

Ahora os preguntaréis: "¿Qué tiene eso de curioso?". Pues no tendría nada de especial si no fuese porque escasas semanas antes, buceando por la red, me había encontrado con otro concurso muy similar, sólo que entonces, en vez de pedir novelas cortas, solicitaban relatos breves, y en lugar de patrocinar el certamen Volskwagen, lo convocaba Toshiba. El premio, obviamente, también era distinto.

Cruzarme en un espacio tan corto de tiempo con dos concursos literarios de temática tan similar me hizo pensar: "Qué mal deben ver las propias empresas las nuevas tecnologías que necesitan con tanta urgencia que se hable bien de ellas". No tardé en imaginarme como podría llegar a ser nuestro día a día en un futuro muy cercano. Como desearían que fuese nuestro día a día esos ejecutivos en un futuro próximo. La razón por la que necesitan que la gente hablase bien de lo que hacen, porque necesitaban que nadie más viese el mundo tal y como ellos lo desean.
Y es que no es difícil imaginar la página de un diario cualquiera, de una persona de clase media, dentro de tres, cuatro o cinco años. Supongo que sería algo así:


UN DÍA CUALQUIERA, DE UN MES CUALQUIERA, DEL AÑO 2012

Son las ocho de la tarde, me despierta la alarma del móvil, mejor dicho, la segunda alarma del móvil. "Maldito retraso automático"- gruño entre dientes. Me levanto aún adormecido, a tientas le doy a encender el ordenador. Mientras carga me doy una ducha rápida. Al salir veo las primeras notificaciones automáticas. "Nota mental: Mirarlas después del café". Me sirvo un café, la máquina lo prepara sola, a mi gusto, bendita automatización. Me siento enfrente del ordenador. Ahora sí, leo las notificaciones y el planning del día.

El sopor y el aburrimiento me invaden. La cama aún está cerca, aún permanece caliente. Consigo vencer la tentación. Trabajar desde casa exige un plus de voluntad y constancia. Me conecto con la oficina. Confirmo los encargos con la ayudante de la secretaria del director de operaciones. Deberé emplear la mañana en el diseño de un boceto previo para el departamento de marketing. No recuerdo ninguna cara de ningún miembro de ese departamento.

Me pongo manos a la obra. Googleo un poco en busca de inspiración, un poco de plagio encubierto. Cargo la aplicación de diseño, ya sostengo en mi mano el lápiz de la tableta digitalizadora. Trabajo rápido y con absoluta precisión. Por mucho que me queje, en el fondo, mi trabajo me gusta.

Una notificación automática me interrumpe. Debo hacer la compra. Al cerrar la ventana emergente se abre inmediatamente la página web del carrito de la compra de mi supermercado de confianza. La lista estándar preliminar ya está seleccionada, compruebo que no necesito nada más. Finalmente añado pasta de dientes y me doy el capricho de un pastelito de chocolate. Antes de la hora de comer tendré la compra semanal esperando en mi puerta.

Sigo con mi trabajo. Avanza fluido. Estoy inspirado. Termino media hora antes de lo previsto. Lo mando a la oficina. El siguiente encargo no tardará en llegar. Aprovecho para ver la tele. La programación personalizada me garantiza encontrar siempre algo de mi gusto a cualquier hora. Opto por una sitcom americana, tampoco tengo ganas de pensar mucho. La verdad es que tampoco es muy divertida.

Llaman a mi puerta, es la compra. Un encargado del supermercado me extiende un lector de tarjetas para ejecutar el pago. Organizo y ordeno los productos adquiridos. Ya es la hora de comer.

Me sirvo un plato precocinado calentado en el microondas. Mientras saboreo tan exquisito manjar recibo un mensaje instantáneo de Mei Ling, una chica de Singapur, parece simpática, además está buena. Le apetece una sesión de cibersexo. Acepto, a los hombres siempre nos apetece, aunque sea mera masturbación. Terminamos rápido. Hablamos un poco del tiempo y el trabajo, una conversación banal de quien no tiene mucho que decirse. Mei Ling se desconecta.

Recibo nuevas notificaciones del trabajo, correcciones del boceto enviado por la mañana. Realizo las correcciones sin demasiado interés. Suena el móvil. Es Marta, una compañera de instituto con la que mantuve relaciones esporádicas, ahora vive en Alemania, pero regresa a Barcelona para visitar a sus padres. Me propone quedar. Consulto la agenda electrónica. No tengo hueco, me da pereza hacerlo.

Termino haciendo un esfuerzo y cancelo la partida al Call of Duty que tenía prevista para el sábado. "Los compañeros de mi equipo me van a matar", pienso. Me consuelo recordando que las únicas armas que conocen son virtuales.

Termino el trabajo. Ya es la hora de cenar. Caliento una pizza en el horno eléctrico. Pido al DJ automático del ordenador que seleccione una música adecuada a mis gustos y situación. Selecciona una sinfonía de Beethoven, como casi siempre, ha acertado.

Después de comer me abandono a una película de acción con muchos efectos especiales, sin sentido alguno. A las once y media el sistema de notificaciones automáticas me recuerda que ya es hora de ir a la cama. No tengo mucho sueño, pero tampoco ningún interés en seguir despierto.
Me meto en la cama satisfecho, ha sido un día interesante y productivo, sin embargo, siento ciertos remordimientos por haber tenido que cancelar la partida al Call of Duty.


Una vez terminé de ojear la revista y finiquitadas mis elucubraciones sólo quedaba media hora de trayecto. Traté de desentumecer mis piernas, cambiar de posición. Lo siguiente sería algo más difícil, convencer a mi hermano que me dejase su reproductor iPod. Aunque no lo conseguí, intentarlo al menos me distrajo un rato.

Llegamos a Tárrega a las nueve y media de la noche, mi padre allí nos esperaba, a las diez ya estábamos en casa. Ese día me fui a la cama pronto y empecé a leer el libro de Houellebecq.

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