jueves, 6 de agosto de 2009

Exámenes

Lo que quedaba de cuatrimestre prosiguió monótono, absolutamente rutinario. Cada vez faltaba más a unas clases de unas asignaturas que me había hartado de repetir. Cumplía, sin embargo, de un modo estricto mi planning en el gimnasio, pero de manera completa-mente mecánica, sin prestar atención a los progresos, sin molestarme en reajustar los pesos a mover. Iba, cumplía, me sentía mejor, pero lo cierto es que tampoco había gran interés. Pura rutina.
Había trabajado dos meses más en el pub. Sinceramente creía que terminarían despidiéndome por culpa de mi escasa puntualidad y nula ética laboral. Al final fui yo quien terminó dejándolo al ver los exámenes a la vuelta de la esquina, además tampoco tenía previsto pasar el verano en Terrassa.

En esos dos meses volví a ver a Sara, aunque pronto quedó claro lo que era evidente des del principio. Lo nuestro había sido un rollo de una sola noche y ninguno de los dos esperaba nada más. Cuando se acercaba a pedir algo saludaba cordialmente, sonreía, era agradable, pero en ningún momento volvió a coquetear. La verdad es que yo tampoco di paso alguno. Hubiese sido agradable repetir, pero no era menos cierto que cada noche había alguna dispuesta a cepillarse al camarero, por lo que tampoco me vi en la necesidad de arriesgarme a una situación potencialmente incómoda. Además terminé acostán-dome con Clarita, por lo que en el aspecto sexual no puedo quejarme en absoluto, esos dos meses fueron los más satisfactorios y abundantes de mi vida.

El sueldo, sin ser nada del otro jueves, también representó un buen aliciente a la hora de intentar dejar una puerta abierta para cuando empezase el siguiente curso, y así se lo di a entender al jefe, aunque en realidad no tenía muchas esperanzas. Sorprendentemente me dijo que no había ningún problema, que estaba satisfecho conmigo. Por un momento creí que me estaba tomando el pelo.

Una vez libre de obligaciones ya me encontraba en la misma situación por la que había pasado todos los cuatrimestres anteriores. Con mucho tiempo perdido a mis espaldas, mucho que estudiar, poco tiempo por delante y sin ningunas ganas de meter codos. Las horas se eternizaban frente los apuntes, sin embargo no aprovechaba mucho el tiempo, me distraía con cualquier cosa. Las noches en vela cada vez eran más largas y terminaban de agriar mi ya particular carácter.
Pasadas las dos semanas terminé otra vez con la misma y tremendamente familiar sensación. Esas dos semanas se habían desvanecido estudiando poco y durmiendo menos y yo ya tenía los exámenes encima. Por suerte sólo eran tres, por lo que ese cuatrimestre el trámite sería algo más llevadero.

El primero, estadística, me fue bien. Necesitaba menos de un dos para aprobar. El parcial lo había bordado, creo recordar que había sacado un ocho con ocho. El final terminé suspendiéndolo con un cuatro, pero me dio igual, la asignatura estaba aprobada y yo me daba por satisfecho.
El siguiente examen necesitaba aprobarlo, el parcial me había ido mal, sin embargo las prácticas compensaban esa nota y con un cinco, hecho el cuento de la lechera, me salvaba.

A priori fue un examen sencillo, pero el hecho de haber estudiado un poco menos de lo justo me condenó. Con total seguridad estaba suspendido y todo pasaba a pender de un hilo. Debía aprobar el último, en caso de suspender, por primera vez veía el riesgo de que mi familia se cansara de esa pantomima y me metiese a trabajar. Por suerte entre el último y el penúltimo examen había una semana de cuello. Por desgracia, el último examen era el de tecnología aeroespacial, la asignatura de Ramoncín.

Por primera vez en mi vida estudié en serio: empollé la teoría, hice todos los problemas propuestos, los repasé y los rehíce. Tenía la seguridad de no poder suspender, esta vez Ramoncín no me iba a dar por culo.

Llegó el día del examen... y me dio por culo, vaya si me dio. El cabrón lo había vuelto a conseguir. Esa vez me dejó tan jodido que si al salir del examen me hubiesen dado una pistola no hubiese tenido fuerzas para apretar el gatillo, como mucho, quizá, me hubiese volado la tapa de los sesos.

Llegué a la habitación, me tumbé en la cama e, inconscientemente, sin quererlo siquiera, empecé a pensar. Lo primero que pensé fue precisamente en el suicidio, una idea definitivamente absurda. Por mucho que me hiciese la víctima aún no había experimentado ni la perdida ni el sufrimiento que me llevasen a considerarlo remotamente en serio. Supongo que la única razón por la que me vino a la cabeza es porque no puedo evitar ver cierto romanticismo macabro y absurdo en él. Un acto de amor extremo hacia uno mismo que, ante el continuo desengaño que le supone vivir, se consuma como un sacrificio desesperado. Un gran acto fruto del desamor. Un acto de tremendo egoísmo. Una idea tremendamente absurda, pero que suena tan bien, parece tan bonita y es tan literaria que no puedo evitar que algunas veces asome en mi cabeza y me entretenga un rato. Aunque sé de buena tinta que muy difícilmente tendría el valor, o cobardía, según se mire, de cometer tal acto.

Lo siguiente que me vino a la cabeza fueron las falsas esperanzas, el cuento puro y duro de la lechera. El cuento en que suponiendo que... arañando un poco de aquí y de allí... Yendo a revisión... Terminaba aprobando una de esas dos asignaturas. Por mucho que fantasease, era muy consciente que no había suspendido precisamente por poco ninguno de esos dos exámenes y que, sin duda alguna, era más probable que llamase en ese mismo momento a la puerta Scarlett Johansson en bolas y embadurnada en aceite para una noche de lujuria extrema, que no que yo aprobase una de esas dos asignaturas.

Finalmente empecé a considerar el único plantea-miento válido, la única salida que existía: Cómo vender a mis padres que ese fracaso no era fruto de mi indolencia y que en realidad era una hecatombe inevitable en la que todos los astros se conjuraron contra mí.

Tras sopesarlo, me decidí por un plan de choque que consistía, básicamente, en mantener en la inopia a mi padre y atacar el tema frontalmente con mi madre, planteando una alternativa extrema, que, a poco que supiese como venderla, sabía que no aceptaría si venía de mí: ponerme a trabajar.

La segunda fase consistía en alargar y demorar el máximo de tiempo posible el momento de comunicarles las notas definitivas. Hacerles vivir todo el tiempo que pudiese en la ilusión y la esperanza y cruzar los dedos esperando que el globo no me explotase en la cara antes del día de la matrícula. El primer paso del plan consistía, pues, en retrasar algunos días mi regreso a casa.

Finalmente, tras tanto reflexionar sobre la situación, el sueño llegó. El cansancio acumulado en las últimas semanas hizo mella en mí y me quedé dormido con la ropa puesta. Eso fue sobre las siete de la tarde, no me desperté hasta pasadas las diez de la mañana del día siguiente. Hacía muchos años que no dormía tanto del tirón, tantos que ni tan siquiera era capaz de recordar la última vez.

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