lunes, 10 de agosto de 2009

¿Fiesta?

No sabía por qué había aceptado. Hacía tiempo que no salía, pero la verdad es que tampoco lo echaba en falta. Estando allí, otra vez en medio de una pista de baile abarrotada, recordé los motivos porque parecía que había renunciado a salir.

En el fondo, supongo que acepté, simple y llanamente, porque no podía decirle que no. Cuando vino a enseñarme el coche hacía tiempo que no nos veíamos. Lo cierto es que no había habido razón alguna, ninguna excusa, para ese distanciamiento. Yo había pasado todas las vacaciones en el pueblo y él vivía a menos de diez quilómetros. Lo más normal hubiese sido que en aquellos últimos dos meses, al menos, hubiésemos salido de copas un par de veces y hubiésemos quedado en el bar otras tantas, pero nada de eso había ocurrido.

De modo que, cuando vino a enseñarme su flamante coche nuevo, cuando se acordó de hacerme partícipe de su éxito y me invitó a "estrenarlo" el siguiente fin de semana, no pude decirle que no. Era de los pocos amigos que conservaba de mis tiempos en el instituto, por no decir el único. El resto parecían encajar mejor en la categoría de compañeros a los que guardaba cierta simpatía... o ni tan siquiera eso.

Así que volvía a estar otra vez en medio de una pista de baile. Hacía casi tres meses que no salía, desde antes que finalizara el curso, un poco más que no follaba. Casi no recordaba el escozor en la polla del día después por culpa de mi alergia al látex. Me sentí un poco raro al darme cuenta de que eso tampoco lo había echado en falta... no el picor, sino el sexo, claro está.

La verdad es que tampoco me sentía muy motivado por poner remedio a eso. Nunca me había gustado el juego de la seducción, pero en ese sitio, a menos que te gustase el bailoteo, era lo único que podías practicar.

No tardé en recordar los motivos porque ese juego no me iba y, sobre todo, recordé porque cada vez me gustaba menos.

Y esa noche el motivo de mi desencanto no fue por la cantidad de chicas que había en la pista de baile. Tampoco podía quejarme de su edad, ya que, como era un día especial, no habíamos acudido a nuestra discoteca habitual de cada viernes. Nos habíamos acercado hasta la provincia de Tarragona, y al menos allí, las más jovencitas, llegaban a los dieciocho.

No, el problema no era el sitio, ni tampoco el ambiente. El problema, tal y como yo lo recordaba, lo encontrábamos en las propias reglas del juego, como estas se han ido desvirtuando con el paso del tiempo. Porque si bien es cierto que las chicas cada vez van más ligeras de ropa, si también lo es que cada vez bailan de un modo más provocador y se insinúan cada vez más, no es menos cierto que todo se ha vuelto completamente ambiguo. Ya nada significa lo que parece. O mejor dicho, sólo lo significa algunas veces. Las señales cada vez son más explicitas y las intenciones menos evidentes. Las reglas del juego parecen haber desaparecido. ¿A quién le apetece jugar un juego sin reglas o dónde las reglas las imponen otros sobre la marcha y según sus intereses?
Y es que esa noche volví a recordar como las mujeres han aprendido a usar la seducción para saciar otras necesidades que poco tienen que ver con el sexo. Muchas de ellas parecen haber encontrado en las discotecas un modo de conseguir placer mucho más sutil. Mientras un chico en una discoteca cuando se acerca a una chica acostumbra a tener meridianamente claras sus intenciones, en otras palabras, follar, en el caso de las mujeres esto no sucede del mismo modo.

Poco a poco, me he ido dado cuenta de que la mayoría de veces una mujer no busca la atención de un hombre porque realmente quiera algo con él. De hecho, ha llegado un punto en que no es que ya no quieran algo con él, sino que ni tan siquiera quieren algo de él. Las mujeres se han dado cuenta de que en ese ambiente, por poco agraciadas que sean, tienen la sartén por el mango. Se han dado cuenta de que sólo con moverse provocadoramente, con vestir del modo más sexy posible, tendrán un buen puñado de hombres besándoles el culo, y se aprovechan. He llegado a la conclusión que muchas de ellas lo usan como simple terapia. Un lugar donde reafirmar su seguridad en sí mismas. Un modo de acariciar su ego y subir su autoestima. Otras, simplemente, parecen hacerlo como mero deporte, como un nuevo modo de exaltación del narcisismo. Una manera de demostrar su poder.

Ha llegado un momento que cuando entro en una discoteca me siento como en un lugar extraño, absolutamente desubicado. Un lugar donde las mujeres son conscientes de su poder y se dedican a jugar con los hombres. Observando muchas de las situaciones que se dan delante de mis ojos, recordando algunas que he padecido, termino por darme cuenta de por qué la mayoría de feministas son tan feas.

Fue un razonamiento curioso y repentino, supongo que el alcohol, combinado con el aburrimiento, tuvo algo que ver, pero en esos momentos me pareció un razonamiento tan lúcido como políticamente incorrecto. Y es que, viendo como en ese pequeño recinto las mujeres jugaban con su atractivo sexual, viendo el poder que les otorgaba, viendo como jugando bien sus cartas las más bellas podían conseguir cualquier cosa de un hombre y viendo como todo eso, de un modo más sutil, pero igual de incisivo, podía extrapolarse a cualquier otra situación y lugar, vi claramente el motivo de la existencia de las organizaciones feministas.

Estas organizaciones no existían para promulgar la igualdad entre el hombre y la mujer, no. En este aspecto su comportamiento siempre me había resultado extraño. La enorme mayoría de veces el objetivo de estas organizaciones es buscar la eliminación de cualquier manifestación de la mujer como reclamo sexual, cualquier manifestación de ese poder intrínseco que la mujer más o menos bella posee y del que la enorme mayoría de los miembros de estas asociaciones carecen.

Sin embargo, viendo como ese puñado de machitos en celo sucumbían por completo a los encantos de esas chicas por el mero hecho de dedicarles una sonrisa o acercarles hábilmente su trasero para luego retirarse, también hizo que me diese cuenta de que, definitivamente, somos el sexo débil.

Y mientras yo seguía bailando, o al menos lo intentaba, con la cabeza en otro sitio, sin que el alcohol hiciese el efecto deseado, dándome cuenta, por primera vez, de que realmente todo eso era deprimente, mi amigo siguió intentándolo. Se acercó a todas las chicas que parecía que le enviaban señales, lo intentó de todos los modos habidos y por haber: bailando, hablándoles de frente, incluso invitó a alguna, que amablemente declinó el ofrecimiento. No querían nada de él, o mejor dicho, no querían nada más de él.

Verle a él, ver su fracaso y ver la confirmación de mi razonamiento paranoico hizo que definitivamente desistiese de jugar. Tal y como os he dicho, no me gustan los juegos donde, no es ya que no pueda ganar, si no es que ni tan siquiera uno sabe a que atenerse.

Mi cabeza siguió dando vueltas, pronto me di cuenta de que, para mi amigo, yo no existía, estaba demasiado ofuscado pensando en pescar algo. Me di cuenta de que yo no quería jugar, pero quería ganar. En aquellos momentos deseé un juego a mi medida tal y como las mujeres habían creado el suyo. Quería un juego donde pudiese ganar fuese cual fuese el concepto de victoria, porque ese concepto sería mi concepto y fluctuaría según mis necesidades. Estaba cansado de perder. Estaba cansado de fracasar.

Me empeciné en ello. Mientras todo el mundo a mi alrededor parecía disfrutar, yo sufría. No sabría decir si era envidia. En estos momentos, escribiendo estas líneas, puedo afirmar que lo que sentía me afectaba de un modo distinto, era peor. Cuanto más feliz creía ver la gente a mi alrededor, más vueltas daba mi cabeza. Todo lo que me rodeaba lo veía como un juego cruel, lo creía injusto. Supongo que por eso actué como actué.

Quería un juego donde pudiese ganar siempre... y lo encontré, al menos creí encontrarlo... y, simplemente, actué. Todo fue automático, incluso me atrevería a decir que inevitable, como un muelle que ha estado mucho tiempo comprimido y se libera de su anclaje.



Me acerqué a ella con la mejor de mis sonrisas. Ella intentó devolvérmela, sus labios se movieron dibujando una mueca grotesca. Era fea, muy fea, además, era gorda. Rodeé con mi brazo su cintura, la zona donde debería haber estado su cintura. Su cara dibujó una expresión de placer aún más repulsiva que su sonrisa. Ni tan siquiera su dentadura se salvaba del estropicio que era esa pobre chica. Bailé un poco con ella y la apreté contra mi cuerpo. No le pregunté su nombre, no quería saberlo. Un nombre hace a alguien más cercano, una cara sin un nombre no es nada. Quería que eso siguiese así bajo cualquier concepto. Antes de que terminara esa canción la miré a sus ojos diminutos, hice de tripas corazón y la besé.

Cuando terminó la primera canción le propuse que saliésemos del recinto, que fuéramos al parking. Ella no puso la menor objeción. Mientras nos dirigíamos seguí sonriéndole, quería que se sintiese deseada. No tardamos en llegar al aparcamiento. Ella quiso detenerse donde se habían detenido algunas parejas, yo le propuse seguir, ella declinó la oferta. Quería besarme, yo prefería hablar.

-¿Vamos un poco más lejos?
-Prefiero quedarme aquí.-me respondió ella mientras acercaba su cara a la mía. Yo me aparté.
-Venga, vayámonos un poco más lejos-insistí.
-¿Para qué quieres ir más lejos?-preguntó intentando parecer indignada.
-¿Tú qué crees?- fue mi respuesta mientras le señalaba mi bragueta para luego acariciarle los labios. En esos momentos la sonrisa que se dibujaba en mis labios era ya de pura malicia.
-Eso no va a suceder.- respondió con voz temblorosa.

Entonces, educadamente, mirándola a los ojos, le dije:

-Pues vuelve. Si no te apetece, vete.- y tras una pequeña pausa añadí- ¿creías que te quería para algo más?

No se fue, se quedó allí quieta, paralizada. Sin embargo, creo recordar que sus ojos se humede-cieron. Como veía que ella no iba a abrir boca continué:

-¿Vamos, pues?

Tragó saliva y, mientras temblaba como un flan, visiblemente alterada pese a sus esfuerzos para que no se notase, me respondió:

-Aunque vayamos más lejos no sucederá nada.
-Entonces, vete.

No se fue. Seguía temblando, ahora más que antes, empezaba a tener frío, observé como se le ponía toda la piel de gallina. Le acaricié su hombro descubierto y, usando el tono de voz más cálido del que fui capaz, le dije:

-En serio, ¿por qué no te vas? ¿No ves que te estoy tratando como basura?

Volvió a tragar saliva y, esforzándose, me respondió:

-Me han tratado peor.
-¿En serio? Pobrecita, pero esto no cambia que todo lo sucedido allí dentro fuese parte del juego, y el juego debe continuar. ¿Vas a llorar?

Ahogó un suspiro, era obvió que las lágrimas hacía tiempo que querían salir, volvió a tragar saliva.

-No, no voy a llorar. Tengo frío.- seguía temblando.
-Entonces hazte un favor y vuelve dentro. A estas alturas deberías tener bastante claro que sólo tienes esas dos opciones.- le dije mientras le volvía a acariciar suavemente el hombro y me acercaba un poco más a ella. Como seguía sin decir nada le volví a preguntar:

- ¿Nos vamos?

Casi sollozando, pero sin que ninguna lágrima llegase a resbalar por su mejilla me respondió:

-Creo que voy a volver a dentro.

Antes que terminase de girarse la cogí por la muñeca, tiré ligeramente de ella hacia mí y, como había hecho dentro de la discoteca, la cogí por la cintura y la besé.

-¿Vamos?

Seguí cogiéndola por la muñeca. Ella no respondió, tampoco opuso resistencia. Empecé a guiarla hasta el lugar más apartado del parking, justo al lado de un almacén del polígono industrial donde se encontraba la discoteca. Me apoyé contra la pared, dejé su muñeca, la cogí por la cabeza y, sin hacer ningún esfuerzo, sólo acompañando el movimiento, hice que se arrodillara. Me desabroché la bragueta y me saqué la polla, no recuerdo haberla tenido nunca tan dura. Antes de metérsela en la boca, acariciándole la barbilla hice que me mirase a los ojos y viese mi expresión de gran hijoputa. Luego, ayudándome del dedo gordo, hice que abriera la boca y se la metí. Ella empezó a chupar.

Al comenzar sólo se metió el capullo, iba lamiéndolo sin ninguna pericia. El glande es la zona más sensible del rabo, pero en esos momentos eso no me daba placer alguno. Lo que estaba haciendo no tenía nada que ver con el placer sexual y yo lo sabía. Poniendo la mano detrás de su cabeza la insté a que se metiera un poco más, luego un poco más... Cuando parecía que ya no le cabía más empezó a llorar, todo lo que había conseguido reprimirse hasta ese momento estalló. Entonces terminé de amorrarla hasta que sus labios llegaron a la base de mi pene y empecé a mover mi pelvis con un movimiento rítmico, me estaba follando su garganta. Mi única preocupación en esos momentos era que vomitase. Estaba muy excitado, no tardé mucho en correrme. Cuando llegó el momento la aguanté con un poco más de fuerza hasta que sus labios besaron los pelos de mi escroto, la saqué de golpe y me aparté. Nada más hacerlo ella giró la cabeza hacia el otro lado y vomitó, luego lloró desconsoladamente, fue patético. Sin decirle ni una sola palabra más volví dentro de la discoteca.

Los remordimientos no tardaron en llegar. Acudieron a mi cabeza incluso antes de volver a cruzar la puerta del recinto. Lo único que podía preguntarme en esos momentos era: ¿Por qué? ¿Por qué lo había hecho? Todos los motivos que antes de empezar el juego me habían empujado ahora me parecían pueriles. ¿Había merecido la pena? Estaba claro que no. Cuanto más lo pensaba peor me sentía, y lo peor fue cuando llegué al quid de la cuestión: había deseado un juego donde yo estableciese las reglas. Había querido una marioneta, un instrumento para satisfacer mi ego herido. Simplemente había deseado ganar... y, según el concepto que había establecido de triunfo, había ganado... pero esa victoria me había hecho sentir incluso más miserable.

No tardé mucho en encontrar a mi compañero. Había pasado más de una hora desde que había empezado el juego. No llegó a preguntarme donde me había metido. Supuse que había estado ocupado, sin embargo, no había ligado. Como es lógico, no le conté nada, y si me hubiese preguntado le hubiese mentido.


Una vez en el coche, de vuelta a casa, mientras disfrutábamos del sistema de climatización individual y la ausencia de compañía, mi compañero me soltó: “Es que son todas unas guarras”. Yo le miré y asentí con la cabeza mientras pensaba: “Lo que pasa es que nosotros somos unos capullos”.

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