miércoles, 5 de agosto de 2009

En el gimnasio

El martes me levanté pronto para acudir al gimnasio. Es curioso el hecho de que me resultase más sencillo madrugar para ir al gimnasio que para acudir a clase. Supongo que gran parte de culpa la tenía el hecho que acudir al gimnasio se convirtió en una adicción, muy posiblemente mi única adicción. Del mismo modo que hay gente que se engancha al tabaco o a los porros en su adolescencia, yo me enganché al levantamiento de pesas y al pedalear encima de una bicicleta que no te lleva a ningún sitio. Supongo que gran parte de culpa la tenía los muchos complejos que me crearon en mi infancia los cabrones de mis compañeros y sus continuas burlas sobre mi tamaño y sobrepeso, que me valieron motes tan cariñosos como "Gorila".

Esto, junto al hecho de descubrir el baloncesto, con el que perdí alrededor de veinte quilos en cinco meses, hicieron que me convenciese en lo más profundo de mi ser que nunca jamás volvería a ser una bola de cebo. Con dieciséis años me apunté a mi primer gimnasio y, desde entonces, he procurado mantener un ritmo constante de entrenamientos. No hay satisfacción más grande que ver como han crecido esos pequeños hijos de puta y, en el mejor de los casos, la mayoría de ellos no han pasado de ser una mediocridad absoluta en todos los aspectos de su vida, mientras que el niño grande, listo y gordito del que se burlaban, no sólo sigue siendo más listo, sino que además es más alto, más fuerte y atractivo. Muchos de mis complejos siguen ahí, pero al menos puedo permitirme el lujo de mirarles con desprecio. No puedo hacer nada al respecto, soy un cabrón rencoroso.

Nada más poner los pies en el suelo me dirigí a la cocina y me tomé el preparado compuesto de creatina y óxido nítrico, un volumizador que además me ofrecía un plus de fuerza a la hora de realizar los levantamientos, aunque quizá sólo se tratase de un efecto placebo. Después, sin almorzar, me di una ducha rápida, me vestí con un conjunto de pantalón corto y camiseta sin mangas que usaba cuando entrenaba a baloncesto, me coloqué el pulsómetro y me fui a correr.

Ese día tocaban cinco quilómetros. Los cuatro primeros al trote y el último dándolo todo.
Una vez fuera, tras comprobar que las zapatillas estaban bien atadas y que el pulsómetro funcionaba correctamente, empecé a trotar. Comencé la primera vuelta al circuito compuesto por cuatro manzanas y que suponía un recorrido de, aproximadamente, un quilómetro.

Las primeras cuatro vueltas fueron un pequeño suplicio que me recordaron porque odio el footing. Aburrimiento de la mano de constancia y un ligero esfuerzo, sin duda alguna, me recordaba mis estudios. Procuré abandonarme a la música que sonaba a todo volumen en mi MP3, mientras, por el rabillo del ojo, observaba como mi ritmo cardiaco no superaba en ningún momento las ciento cuarenta pulsaciones e intentaba no bajar de las ciento treinta. Fueron poco más de veintiún minutos de lucha contra el tedio hasta que pude abordar el último quilómetro.
Esos últimos mil metros compensaban con creces los anteriores cuatro mil. Pese a que unos se extendían a lo largo de más de veinte interminables minutos y los otros durasen poco más de tres minutos y medio, con un poco de suerte incluso algo menos. Es más, diría que incluso compensaban el hecho de haber tenido que levantarme tan temprano. Es difícil describir el porqué de tanto júbilo, pero voy a intentar explicarlo.

Los primeros cuatro quilómetros son un trámite necesario, una puesta a punto precisa de todo el organismo. En ella, el corazón se acostumbra a un esfuerzo leve, pero continúo. Los músculos de las piernas se congestionan para optimizar el aporte de nutrientes. El cuerpo aumenta su temperatura y se activa la regulación térmica, empiezas a sudar. Durante ese periodo también adaptas el ritmo de la respiración a las exigencias del aparato cardio-vascular. En otras palabras, preparas el cuerpo para que pueda ofrecer el cien por cien. También tu cerebro se prepara para acometer ese esfuerzo.

Entonces superas la barrera de los cuatro mil metros y te abandonas por completo en busca de tu mejor marca. Compites contra ti mismo, además estás motivado, sabes que vas a darlo todo. Automática-mente tus piernas alargan la zancada, aumentan la frecuencia y afianzan la pisada. Tu corazón se dispara hasta las ciento ochenta pulsaciones por minuto en un abrir y cerrar de ojos, pero tú ya no prestas atención al pulsómetro, sólo te importa el cronómetro. Realizas alrededor de setecientos cincuenta metros manteniendo ese medio esprint, entonces compruebas por última vez el cronómetro. Si es un buen día te verás con opciones de mejorar tu marca, una mierda de marca, pero eso no importa, es tu marca, y entonces te entregas definitivamente en un último esfuerzo casi kamikaze.

Ese martes fue un día de esos. Esprinté con fuerza. En mi pecho mi corazón retumbaba por encima de los ciento noventa latidos por minuto, acercándose a los doscientos, prácticamente superando mi máximo teórico. Apreté los dientes y seguí tirando con fuerza. Sentía que mi pecho iba a estallar, un nudo me atenazaba la garganta, apenas notaba mis piernas, que parecían moverse por mera inercia, con un movimiento enérgico y preciso. Detuve el crono en tres minutos y once segundos, récord personal.

Mi corazón aún latía desbocado cuando me invadió la euforia. No notaba las piernas y parecía que flotase en una nube. Al día siguiente me dolería todo el cuerpo, pero habría merecido la pena. Todo lo anterior, también. Esos mil metros habían sido éxtasis puro. No era capaz de imaginarme droga alguna capaz de ofrecer una sensación similar. De todos modos, el subidón era mucho más breve y el bajón me atormentaría varios días en forma de dolorosas agujetas. Aun así, había merecido la pena.

Cuando mi corazón hubo vuelto a ritmos normales, todavía con una sonrisa de triunfo en la boca, me dirigí hacia la cocina en busca de algo que evitase una posible caída del glucógeno en sangre. Me tomé un buen tazón de cereales altos en fibras y bajos en azúcares y un café doble, después estiré un poco. Descansé quince minutos y me fui al gimnasio.

A las diez menos cuarto ya me encontraba listo para entrenar. Entré en la sala de musculación. El gimnasio al que iba era un gimnasio modesto, aunque la cuota estaba alrededor de la media, treinta y ocho euros mensuales, pero tenía la ventaja de disponer de mucho material para realizar ejercicios con pesos libres, es decir, mancuernas, barras y discos, y casi siempre estaba vacío a las horas que a mí me gustaba entrenar. Los cuatrimestres que acudía por las tardes iba alrededor de las cuatro. Los días que encontraba alguien era un paleto cuarentón que entrenaba con muchas ganas, pero tremendamente mal, con la esperanza de bajar su incipiente tripa y endurecer un poco un cuerpo que seguramente siempre había estado flácido. Estos no duraban mucho. Si no me encontraba con un espécimen de ese tipo, lo más habitual era coincidir con algún chulillo tirillas, relativamente joven, que entrenaba con pantalón largo de chándal, normalmente Adidas, supongo que para que no se le vieran sus patas de pollo, ya que rara vez entrenaban piernas, y con una camiseta ajustada talla bebé, para poder llenarla pese a ser sacos de huesos. Finalmente, de vez en cuando, también podías encontrarte con algún armario empotrado, grande, pesado, mal hecho, que además entrenaba levantando pesos de niña. El típico gárrulo que había optado por el camino fácil, los esteroides, y le había quedado el cuerpo amorfo, nada atractivo y, para más inri, ni siquiera funcional. El típico tío que se jode hígado y riñones para nada, pero que se permite el lujo de fanfarronear y dar lecciones.

Por las mañanas el panorama era radicalmente distinto. El gimnasio permanecía también casi vacío, pero la fauna con la que te encontrabas era completamente distinta. Por las mañanas lo que predominaban eran las amas de casa, cuarentonas y cincuentonas, con los hijos ya creciditos y con poco trabajo que hacer, que intentaban recuperar sus formas de mujer tras años atiborrándose a dónuts.

Ese día me encontré con tres de ellas, como siempre en la zona de máquinas para realizar ejercicio aeróbico. También ocupaban la única máquina elíptica disponible. Me alegré que ese día me hubiese tocado sesión de footing, ya que la máquina elíptica es la única que merecía la pena utilizar en ese gimnasio si no querías joderte las rodillas. Como siempre, cotilleaban y charlaban como si fuesen las dueñas del cotarro. Yo empecé mi circuito de musculación. Mientras estaba realizando curl de bíceps con mancuerca no pude evitar oír su charla.

Gracias a ella me di cuenta de que hay gente que realmente cree que la juventud es un estado mental. La verdad es que la experiencia me resultó tan divertida como patética.

Ver un grupo de tres mujeres, donde la más joven superaba los cuarenta y la más vieja se acercaba a los setenta, sudando como cerdas mientras la que que llevaba la voz cantante, una mangurriana de esas que si la oyes hablar parece que sabe de todo, pero que no tardas ni medio minuto en darte cuenta de que es la viva imagen de la definición de paleta, suelta: "Ayer vi en un programa" -supuse que el de Ana Rosa- "donde decían que la persona que mantiene una actitud curiosa y activa es joven toda la vida". Afirmación a la que las otras dos asintieron dándole toda la razón. Por un momento me vi realmente tentado a contestar, pero me callé.

¿De qué hubiese servido hacerles ver que la juventud es el estado físico previo al declive, primero lento, paulatinamente acelerado, siempre inexorable, del organismo? ¿Realmente hubiese tenido alguna utilidad hacerles ver que se envejece fruto del progresivo descenso en la producción de colágeno, del debilitamiento del sistema inmunológico y de la incapacidad del organismo de crear nuevas células sanas y fuertes al mismo ritmo que las que han cumplido su ciclo perecen? Que se envejece debido a una oxidación, síntesis y captura cada vez más ineficiente de los nutrientes aportados... ¿Hubiese merecido la pena hacerles ver que confundir juventud con una actitud joven puede llegar a ser más que una actitud beneficiosa un problema mental? En el mejor de los casos, tan sólo un planteamiento de la vida que te hará parecer gilipollas... ¿Hubiese merecido la pena?

Evidentemente no, ellas querían vivir esa ilusión, querían aferrarse a una juventud lejana, perdida, a base de castigar su ya maltrecho cuerpo. Si eran felices viviendo esa ilusión, no iba a ser yo quien les diese el mazazo.

Sin embargo, oírlas me sirvió para darme cuenta de que esta actitud de autoengaño está bastante más extendida de lo que creía antes de pararme a pensarlo, ya que, una vez empecé, no me fue difícil recordar conversaciones y ejemplos múltiples.

Recordé, por ejemplo, como un dependiente de una tienda de moda, ante la sorpresa que mostré por lo estridente, chillón y hortera de algunas propuestas (Camisetas Custo, camisas Hawaianas, estampados tuttifrutti...) me dijo que esos productos tenían su público a partir de los treinta y cinco o cuarenta años. Tampoco me fue difícil recordar casos de cincuentones que adquirían una Harley y se lanzaban a la carretera un fin de semana tras otro en busca de concentraciones. Recordé con facilidad ejemplos de sesentonas que vestían a la última moda de putilla quinceañera, independientemente que sus cuerpos fuesen bolas de cebo o sacos de huesos.

Supongo que todo eso es la consecuencia lógica de vivir en una sociedad donde nadie quiere envejecer, pero todo el mundo quiere llegar a viejo, que la mayoría se vuelven gilipollas perdidos.
Por mi parte, espero llegar a ser lo suficientemente rico como para que, llegado ese momento, mi fase de deseo de juventud consista en acostarme con mujeres treinta años más jóvenes.


Esos pensamientos me ayudaron a hacer más llevadero el rutinario entrenamiento con pesas. Después del curl tocaba el press, más tarde jalones, luego sentadillas, algo de hombro, terminaba con los abdominales y vuelta a empezar, así tres veces. Cada ejercicio constaba de doce repeticiones. Un recorrido completo y exigente por todo el cuerpo, pero que me resultaba efectivo y no me dejaba tiempo a distraerme en exceso ni, sobre todo, a aburrirme.
A las diez y media ya había terminado las tres vueltas al circuito. Mi cuerpo estaba completamente congestionado, me sentía grande y poderoso, incluso me atrevería a decir que realizado, era consciente que había completado un buen entrenamiento. Con una sonrisa de satisfacción dibujada en mi rostro me dirigí al vestuario. Una merecida y necesaria ducha me esperaba.

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